lunes, 18 de noviembre de 2013

TEATRALIDAD Y LITERATURA 9º ENCUENTRO



Sábado 16 de noviembre
Prof. Hernán Lobosco

Se trabajó la obra “A puerta cerrada” de Jean Paul Sartre. Especialmente la especificad de su dramaturgia comparándola con el teatro épico y la crítica que le hace Sartre a este último.



EL TEATRO ÉPICO Y EL TEATRO DEL COMPROMISO Y LA EXISTENCIALIDAD

TEATRO ÉPICO (Brecht)                                     EXISTENCIALISTA (Sartre)

      Teoría del distanciamiento o extrañación:
a)      Procurar que el espectador no olvide que participa de una ficción, y que a través de ella puede enjuiciar la sociedad. (el gesto social)
b)      Se desentiende de la verosimilitud realista-naturalista
c)      Apela a ayudas irreales (carteles, canciones, coros)
d)     Reclama al actor una composición racional del personaje (no identificación con él ni subordinación)
e)      El espectador debe estar emocionalmente ajeno a los conflictos sentimentales de los personajes
      El verdadero problema del teatro está en el lenguaje, no en la técnica, estructura o temas.
      Se trata de encontrar una organización entre la palabra y el acto.
      El teatro representa el “acto”. (nosotros mismos)
      El teatro no puede expresar una filosofía, pero sí cargar de sensibilidad filosófica

..

A partir del desarrollo de estos conceptos, aplicados a los ya trabajados “Distancia ontológica, Catarsis, poíesis, etc, los aplicamos a las representaciones de “A puerta cerrada” de los siguientes links:

viernes, 15 de noviembre de 2013

PARCIAL SELECCIONADO DE 'TEATRALIDAD Y LITERATURA'

IES Nº 2 “Mariano Acosta” – Postítulo  Narrativa y Artes visuales
Examen parcial de Literatura y Teatralidad, de Fabio Guzmán, DNI Nº 22501495

Comparación de dos representaciones (en las que he participado de cuerpo presente) y aplicación de los conceptos convivio, poiesis espectatorial, poiesis productiva, distancia ontológica, ritos y logos.

“La cuna vacía”, de Omar Pacheco. Teatro de la otra orilla.
 Todo se funde, nada se confunde.


Atrás quedaba la preocupación por la seguridad de mi vehículo como signo de la realidad cotidiana al entrar al Teatro “La otra orilla”. La certeza de estar atravesando una puerta hacia algo nuevo, distinto a lo “mundano” no podía ser más clara. La espera era llenada con un aroma a incienso, un silencio de luces y una penumbra de voces que obligaba al cuerpo a refugiarse en la respetuosa ceremonia de la espera. De una espera a lo incierto. O a lo cierto pero expresado vaya a saber uno de qué extraña manera, y sobre qué extraña cosa. Esa es una de las cualidades diferenciales del teatro… uno no sabe con qué se va a encontrar, o qué va a encontrar. ¿Se encontrará uno con algo parecido a uno, o que tenga que ver con uno? ¿Se encontrará uno con uno? ¿O se encontrará uno con algo o alguien que alguna vez fue?
Gente en la espera compartida que disimula la ansiedad y se ampara en la observación del entorno, un entorno que ya indica, que ya significa, que ya estimula… que ya arrastra hacia otro lugar.
Dan sala.
Las escaleras parecen no tener fin. Camino iluminado solo por velas y una melodía que se acerca, tenue y lúgubre. El acontecimiento ya es, la poiesis ya existe como generador de nuevos entes. La distancia ontológica se instaura por obra y propósito… quizá del director, quizá de la historia misma de la cultura. Uno como espectador, ya se siente espectador, y me atrevería a decir que la poiesis espectatorial también entra en vigor, porque este momento ya es teatro, ya es la obra, o al menos ya es parte de ella. El acomodarse en las butacas es cuidadoso, solemne, estimulado por el clima ritual de lo poco que se ve y se oye en el espacio.
Sabemos que somos espectadores, nada indica que esa premisa vaya a romperse, la ubicación del público es clara y frontal, clásica y tajante.
Apaguen sus celulares. La poiesis reclama su atención.
Poiesis productiva:
La poiesis productiva fluyó durante toda la obra. Los actores no dejaron de sorprender con el coordinado, y no por eso menos afectado, desplazamiento de sus cuerpos a través de cada una de las escenas. Hago hincapié en esto porque en la ética y estética teatral del director  Omar Pacheco es indispensable la respetuosa coordinación de absolutamente todo. Los cuerpos de los actores deben estar en el lugar justo, en el momento justo y podríamos agregar con el gesto orgánico justo. A su vez, los técnicos tienen que accionar la luz, el sonido, las voces en off, también respetando la exactitud del instante indicado por la puesta del director. A este tipo de teatro se lo llama teatro cinematográfico, porque genera muchas imágenes, crea “cuadros” en los que los actores condensan, mediante figuras precisas, situaciones con fuerte sentido y simbolismo, con una carga poética y una resonancia cultural, histórica y social que lastima la sensibilidad del espectador.
El trabajo actoral es de una calidad superior, el nivel de compromiso y verdad escénicos que tienen estos actores es poco común, la entrega es total, hacia la obra porque uno puede imaginar la cantidad de ensayos para lograr tal resultado, y al público porque no hay una sola grieta en un trabajo tan exigente desde lo actoral y desde lo técnico como el de esta propuesta, y en todo momento los actores se dirigen al público por más que no lo estén mirando. Parece algo obvio pero, a ver si lo puedo explicar.
Toda obra está dirigida al público, pero en muchos casos las escenas se desarrollan haciendo de cuenta que no hay público que los esté viendo. Aquí no, aún las escenas o figuras que no descargan su intensidad gestual hacia donde están los espectadores, son para ellos. Por eso uno tambalea en su emoción y quiebra cuando lo dejan que solito se lleve tdo eso a su casa.
La puesta de luces es única, rupturista con la manera clásica de luces en “parrilla” superior (que dicho sea de paso no recuerdo haber visto alguna de este tipo en la obra. La tenue  iluminación alumbra desde lugares extraños, causando efectos dramáticos y visuales nuevos para mí. Por eso las luces, tanto como la escenografía, la música, el escenario de títeres, el vestuario, fueron entes poéticos de gran presencia, aportando todos a la poiesis  de la obra.
Distancia ontológica:
Como creo haber mencionado en algún párrafo anterior, la distancia ontológica estaba clara, los espectadores sabíamos que estábamos asistiendo a una obra de teatro, pero por momentos la dramaturgia visual era tan intensa, la verdad estaba tan presente, y el convivio era tan intenso, que parecíamos invitados a un ritual en el que los “malos olvidos” (léase olvidos injustos) se exorcizaban de nuestras almas. Era como estar en ronda con los actores mientras nos contaban una historia conocida pero de una manera distinta, desde un lugar de autoridad, desde el lugar de autoridad y protagonismo que da el haber padecido esa historia de terror y de violencia, y desde allí sus cuerpos nos mostraban su sufrimiento.
El final más terrible… el más temido por mí, a partir de ahora… como espectador.
Creo entender que el hecho de no salir a saludar al final, de no dejar claro qué estaba pasando y dejar al espectador que decidiese qué hacer, si aplaudir o no, cuándo pararse para irse, tiene que ver con una idea intencional del director, que podría ser:
No crean que de esta historia se sale aplaudiendo y saliendo a fumar un cigarrillo. Váyanse a casa con un poco de esta sensación de densa imcomplitud, que les va a ayudar a reflexionar sobre lo que todavía está pasando con los nietos robados.
Si… quizá la intención era esa… la de trazar una analogía entre la falta de final de la obra de teatro con la falta de final de la historia real, de lo que allí se cuenta. No sé. Lo cierto es que en ese momento creo que la distancia ontológica crujió un poco. La ruptura de la convención del cierre con aplausos con actores saludando con luz plena de la sala nos dejó adentro de esa ronda, de ese ritual, ya no mirando a otros contando una historia, sino, ante el desconcierto, teniendo que mirarnos entre nosotros como preguntándonos … ¿ y ahora qué hacemos?
El hilo argumental que recorre toda la obra es el robo de bebés a madres secuestradas y desaparecidas  durante la dictadura militar que comenzó en 1976 y terminó en 1983, en nuestro país. El dolor de las madres, el despojo, la violencia impune, el cinismo de quiénes decidían tales hechos, el desgarro familiar..., esto sería el esqueleto de la obra. Sus huesos.
Ahora…, las fibras, los músculos, los órganos, cada vaso comunicante, fue ubicándose en el lugar preciso con su propia e infalible cuota de poesía para formar cuerpos poiéticos que aparecían y se esfumaban como fantasmas, dejando, en mí al menos… una herida, una marca, la señal del paso de algo que creía conocer pero que ahora me daba cuenta que no conocía en su inabarcable intensidad.
Si comprendí correctamente el concepto de estatus objetivo, podría afirmar que yo, Fabio Guzmán, conozco bastante acerca del estatus objetivo del ente “robo de bebés durante la dictadura”, o del ente “sufrimiento de las madres”, o del ente “abuelas sin sus hijas o hijos y sin sus nietos”, porque nunca fui ajeno a la historia política de mi país, porque he estado en movilizaciones en las que “Madres, Abuelas e Hijos” reclamaban memoria y justicia, porque siempre leí los diarios, porque leí libros, porque vi películas y documentales, porque hablé con gente…! en fin, no es un tema que no tenga archivos intelectuales y afectivos en mi ser. Y creo que por eso mismo, porque poseo esos registros, porque conozco el estatus objetivo de los entes que aparecen en la obra es que sentí tan fuertemente la generación de poiesis, por el nuevo contexto en el que fueron incluidos estos registros concretos, por la intensidad  y novedad de la poiesis productiva, por el clima generado en el convivio, por la poiesis espectatorial de la que no podía escapar y que me iba cargando de una angustia que solo atinaba a salir por mis ojos… pero que me recorría todo el ser.
Convivio:
Una densidad fácilmente perceptible se instala y se mantiene en la sala mientras dura la obra. Algunos espectadores, como yo, en varios momentos hacen fuerza por contener el llanto sonoro. Lo que sucede es tan dolorosamente respetuoso que nadie osaría toser, estornudar, mover un pié, bostezar o hacer algún ruido que nos atraiga a la realidad mundana. Para todos los que estamos allí nada es más verdadero que lo que está pasando en escena. Una suerte de hipnosis logran los recursos técnicos y la puesta en escena dividida en tres dimensiones. Este recurso, que se completa con la presentación alternada de los actos en cada espacio, y por el contraste entre estos, provoca la idea de estar participando de una ensoñación. El milimetrado trabajo con las luces (que jamás son más fuertes que la luz de un velador), la música elegida y la coreografía de los cuerpos que se mueven con ritmo aletargado, se ensamblan para crear un clima que rompe totalmente con el vértigo con el que suceden las cosas en nuestra vida cotidiana, y esto hace que el espectador se asimile a este nuevo ritmo olvidándose del paso del tiempo. Se percibe una profunda y sincera entrega de los que trabajan en la obra. Lo Hacen con un profesionalismo y un compromiso en cada momento…
Es muy fuerte la interpelación al espectador, es muy fuerte la invitación a que entienda el dolor de esas madres, y es tan reiterada la imagen del desgarro, de la soledad, expresados a través de diferentes cuadros metafóricos que, al finalizar la obra, uno desea aplaudir hasta que las manos duelan. Pero eso no sucede. No hay final. Los espectadores estuvimos más de cinco minutos mirando una mecedora vacía, moviéndose levemente. Esperábamos el momento en que las luces se encendieran y los actores se acercaran para recibir el merecido saludo, el agradecimiento del público por tan buen trabajo… pero eso no sucedió.
Entonces nos empezamos a sentir humanos nuevamente, seres humanos aturdidos, en medio de un viaje de vuelta entre la metáfora y la realidad.
Solo queríamos que los actores salieran, se mostraran como seres normales que estaban actuando y recibieran nuestra reparadora ofrenda, que nos dijeran que todo había terminado, que podíamos volver a nuestras vidas tranquilamente porque nada de lo malo que había sucedido en escena nos podía suceder a nosotros. Que todo el dolor, el desamparo, la desazón, la angustia, el odio y la vergüenza, podíamos dejarlo allí, descargarlo en gritos de ¡bravo!, en aplausos desaforados, en cuerpos de pié mirando a la cara a esos seres normales que hacen tan buen trabajo pero que no serán capaces de escapar al ego de recibir el elogio… pero, nada de eso sucedió. De a poco nos fuimos mirando a la cara entre el público, había gestos de “no sé qué está pasando”. Alguien decidió empezar a aplaudir… no un asistente ni un “clac”, alguien del público consideró que ya era el momento de dar lo que nadie había pedido.
Fue el aplauso más angustioso, más podrido, más pastoso y menos duradero que me tocó dar y escuchar en toda mi historia de espectador. De a poco la gente se fue retirando, en silencio, sollozando, diciendo palabras que no se entendían pero que expresaban la sensación de haber sido invitados a una ceremonia de traspaso, de traspaso de imágenes, de sensaciones, de poesía, de afectación, de nuevos significados, de nuevos mundos que hablaban de mundos conocidos. Nos fuimos traspasados. Con el recuerdo de esa mecedora vacía, generadora en mí de un cuerpo poiético que me hablaba de algo terrible… angustiante… real…
Se robaron sus nietos y las cunas quedaron vacías… pero también… con la muerte de las abuelas, las que ahora empiezan a quedar vacías son las mecedoras.
Esa imagen… y el final sin final… fueron lo más angustiante de todo.
Poiesis espectatorial:
Como dije en un principio, el espacio espectatorial era claro, la puesta estaba planteada “a la italiana”, solo que, como suele suceder en los nuevos espacios teatrales alternativos al circuito comercial donde los escenarios están elevados y son rectangulares o semicirculares, aquí el espacio escénico “nace” al ras del piso y en forma de rampa hacia el “foro”.
En ningún momento el acontecimiento de expectación sufrió alteraciones en mi caso, la obra me atrapó en toda su extensión. Me sentí estimulado por las imágenes, que a su vez me generaban sentimientos y hacían trabajar intensamente a mi conciencia para que reinterpretara lo que se me estaba presentando, ya que aparentaban ser una cosa pero siempre iban más allá en su significado. El lugar del espectador fue permanentemente exigido, invitado a reflexionar, a revisar su conciencia histórica. Fue convocado para compartir aunque más no sea visual y sensorialmente el martirio de esas madres ultrajadas y el cinismo de los apropiadores de sus hijos. En ningún momento los hacedores de la poiesis productiva dejaron tranquilo al espectador para que pueda evadirse un poco y siquiera tomar un caramelo de su bolsillo.
Y por último, creo que esta misma actitud del espectador, de percibir e interpretar profundamente lo que estaba pasando, sumado al respeto que generaba el compromiso ceremonial de los actores, colaboró para que se lograra un ambiente de tanta densidad y peso dramático. Como debe suceder en la poiesis… expectación y poiesis productiva se alimentaban para generar cada vez un cuerpo poético más pesado, con más volumen y claridad dramáticos, con más sentido.
Un acontecimiento imborrable.


“El centésimo mono”, de Osqui Guzmán”. Teatro La Carpintería.
¿Mamá, cuándo nos vamos? O sobre la desilusión de una obra ilusionista.

Todo fue muy distinto. Ninguna preocupación al dejar mi vehículo, cuadra iluminada, mucha gente burguesa como uno, bar dentro del teatro, compra de entradas por internet, gente parlanchina, mucha gente… muy parlanchina.
No había iluminación intimista, no había aroma a incienso, sí a perfumes importados. La ansiedad era la misma, el entorno no. La sala de espera al lugar del rito era un paisaje porteño, demasiado real, cotidiano… solo un par de entradas en la mano nos aseguraban que allí había una puerta que daba a “un espacio de alteridad que se recorta y separa del cronotopo cotidiano” (Jorge Dubatti, La poiesis teatral).
Poiesis productiva:
El despliegue corporal de los tres actores es destacable, durante la hora y media que dura la obra están en escena y salvo en breves momentos no dejaron de moverse. Su trabajo estuvo dirigido permanentemente al público, mirando al público. Se notaba una cualidad desarrollada en las prácticas de la magia, como entretenimiento, como espectáculo. Los trucos que realizaban los actores (caracterizados como magos) eran más importantes que el argumento, o al menos eso percibí. Uno de ellos conseguía la mayor armonía entre actuación dramática y prácticas de mago. Otro era más actor que mago, y el otro era más… más alguna otra cosa que mago y actor.
El despliegue técnico no llamó demasiado mi atención. La puesta de luces cambiaba por momentos, pero no recuerdo ningún caso en que una determinada iluminación fuera trascendente para reforzar una idea. Sí, recuerdo un momento en que los personajes se acercaban a una ventana abierta desde donde llegaba una música y un ventilador no disimulado hacía el trabajo del viento, y entonces unas tenues luces de colores daban el aspecto de que frente a esa habitación había un salón de fiestas. No daba la sensación de que hubiese muchas personas trabajando detrás de escena durante el desarrollo de la obra. El trabajo durante los ensayos debe haber estado puesto en la práctica de los trucos de magia, ya que algunos eran sorprendentes, dignos de un show de magia, pero en ningún momento sentí que la magia generara diversos entes poéticos, o que cada truco fuera metáfora de algo, o que fuera una forma elegida para elaborar un mundo paralelo. Lo que sí comprendí es que para estos personajes la magia simbolizaba la vida, y que un truco fallido simbolizaba la muerte. Eso me pareció lo más interesante del argumento.
Había que hacer magia continuamente para no morir
Por eso los trucos en sí no aportaban a la poética de la obra, sino que era la magia como ente poético fuerte lo que estaba como significante de algo.
Un mago se enfrenta a una operación importante y una vez en la sala intermedia antes del quirófano, con la anestesia corriéndole por las venas, se enfrenta a la duda de si va a salir o no de allí con vida.
Hay una parte que no entendí, que habla de la teoría del centésimo mono  e incluye a la esposa de este mago, que está esperando en los pasillos del hospital. Lo que sí entendí es que, lo que sucede en escena es lo que en realidad sucede en la imaginación del personaje que está somnoliento y adentrándose en los laberintos de su conciencia. Esta sería la mayor metáfora, pero el texto es tan absurdo de a ratos, y tan cerrado que tuvo que ayudarme mi compañera de vida y en este caso de expectación para que algunas cosas me quedaran claras.
Poiesis espectatorial:
La disposición del público, al igual que en la obra anterior, era clásica. También en este caso el escenario era “a nivel del suelo” y las butacas iban en elevación gradual. El escenario al momento de ingresar el público a la sala estaba totalmente iluminado, lo que llamaba a la distracción mientras la gente se iba acomodando en sus lugares. Mucho ruido de sillas, mucho parloteo, muchos saludos entre las filas delanteras y otras de más atrás. Público en su mayoría veinteañero, inquieto. No se generaba ni una “pizca” del clima que a esta altura existía durante la obra “La cuna vacía”. No había música “de sala” que amenizara la espera. Mi expectativa igualmente seguía siendo muy elevada.
Bienvenidos al teatro La carpintería, por favor apaguen sus celulares.
Hasta entrados los veinte minutos no entendía cuál era el conflicto principal. Tampoco estaba claro que los tres magos eran uno solo pero desdoblado. Pocas cosas quedaban claras y me iba dando cuenta de que me aburría.
Hay algo que me sucede cuando me aburre una obra de teatro o una película, y es que automáticamente dejo de prestarle atención aguda y me empiezo a perder datos importantes que tienen que ver con el argumento de la obra.
Comencé a escuchar todos los ruidos que existían a mi alrededor, me concentraba en objetos más que en cuerpos poiéticos. No me sentía cómodo en ese universo abstracto, no lograba interpretar la información encriptada del texto.
Mi labor como espectador fue paupérrima (a mi pesar), no se movilizaron fibras internas, no me sentí estimulado ni provocado por lo que sucedió en la obra. Solo pude construir una metáfora a partir de lo que vi, y es que para el mago (representado por tres personajes que hacían las veces de sectores de su conciencia) la muerte es la falta de magia. Cuando este mago se encontraba solo, en la antesala del quirófano, varias ideas lo perturbaban: una era la posibilidad de no salir con vida, el ser consciente que aquello no se resolvía con un truco de magia, y aunque así fuese, si existía algún truco para salvarle la vida sí o sí, ese truco no dependería de él. Me pareció comprender también que el mago suponía que si un truco fallaba, eso era lo más parecido a la muerte misma. Y otra cosa interesante. En el hecho de estar constantemente haciendo trucos de magia (cosa que me perturbaba un poco como espectador porque percibía que eso le restaba a la estructura dramática de la obra ya que los actores-magos estaban con parte de su concentración puesta en el truco)  me pareció que se concretizaba esto de la magia o la muerte, es decir
Si estoy constantemente haciendo trucos de magia más allá de estar razonando otras cosas, estoy vivo, si dejo de hacer magia para solo pensar en otras cosas (que en este caso sería la posibilidad de morir) seré un muerto seguro.
No percibí acontecimientos poiéticos más allá de estas observaciones, y debo decir que algunas de ellas surgieron al intercambiar ideas sobre la obra con otro espectador, una vez finalizada la obra.
Creo que el salto ontológico no es tan fuerte como en la otra obra que presento como elemento de comparación en este trabajo. Hay mucho esfuerzo puesto en sorprender con lo espectacular de cada truco más que en generar un acontecimiento teatral. Pero como enuncia el investigador teatral Jorge Dubatti, “la poiesis no existe en sí para producir sentido, sino solo existe, sin por qué ni para qué”, y en otra  parte dice: “No hay, en consecuencia, una sola y única poética enunciable de cada obra o ente poético, sino múltiples”. Por lo tanto, puede ser que yo esté influenciado porque lo poco que me gustó la obra, porque me aburrió, y entonces no encuentro tanto material poiético como en el caso de “La cuna vacía”.
Distancia ontológica:
La conciencia de estar en el lugar de espectador no se pierde ni desdibuja en ningún momento, ya que nadie del público es invitado a participar de la obra, no hay interrupciones en las que los actores se mezclen con el público. La espectacularidad de la obra, sostenida en demasía por la sucesión de trucos de magia que parecían a veces esperar la devolución del público (en aplausos) acentúa un paralelismo con el mundo espectacular cotidiano, y uno siente que esos actores-magos no están creando un ente tan lejano a nuestro entendimiento. Considero que (por lo que percibí en mi reacción y la del resto del público) la distancia ontológica no está muy lejos de la que se podría establecer en una obra de Stand-Up o en una obra de magia exclusivamente. Y esto no es por desmerecer o quitarle atributos a “El centésimo mono”, es que noté mucha inclusión del público en las conductas, en los parlamentos, en las disquisiciones de estos personajes, pero con un objetivo y un peso dramático muy distinto al que observé en “La cuna vacía”. Era como estar constantemente recordándole a los espectadores el hecho de que están dentro de la historia y no afuera, pero tranquilos… que acá se van a entretener.
No podía ubicarme a una distancia ontológica desde donde poder observar que lo que allí sucedía contaba con una territorialidad propia y claramente diferenciada ontológicamente de la mía. No me alcanzaba con la magia.
Encontré algo interesante consultando la página www.elsotanorevista.org. Un análisis comparativo llamado “El convivo teatral y el teatro postdramático”, su autor  es Bryant Caballero Cano, y en este trabajo hace esta mención:
“En la organización de los diferentes registros canónicos de la teatralidad, lo que también podemos denominar como corrientes teatrales, el convivio teatral establece el teatro postdramático como un canon ejecutado por un actor performer que presenta-representa mundos metafóricos ficcionales inestables, que devienen en acontecimientos performativos y luego regresan a su estatuto metafórico, cuyo medio es el cuerpo, la acción física y físico-verbal (Dubatti, Cartografía 53)”.
Creo sinceramente que a esto estaba tratando de referirme con la descripción de lo percibido en esta obra. Esta frase del investigador teatral Jorge Dubatti me acerca a pensar que la obra “El centésimo mono” corresponde a esta clasificación: teatro postdramático, y que los actores, por su despliegue tanto actoral como en la disciplina de magia, pueden entrar en la categoría de actores-performers.
Convivio:
En este acontecimiento aurático los actores, como ya he mencionado, dieron muestra de sus amplias habilidades para la magia. Esto provocó en muchas oportunidades manifestaciones de asombro y aprobación sonora del público. En una sola oportunidad un truco fue aplaudido de manera segura y convincente. En otra ocasión el contagio no se impuso y el aplauso no prosperó. Varias veces algún gag arrancó risas. En general el público era ruidoso, cosa que me parece estaba habilitada implícitamente por el tipo de puesta teatral al que me referí en el punto distancia ontológica. Se cayeron sillas de gente que no lograba centrar su cuerpo en ellas, alguna que otra mujer revisaba su cartera, alguien comentaba algo con el compañero de al lado en voz no tan baja. Por momentos había clima de teatro y por momentos de circo. En los momentos en que un cambio de luces o de actitud por parte de los actores era franco y firme, los espectadores también cambiaban su actitud receptiva y parecían concentrase más, como expectantes de que algo importante podía suceder. La sucesión de movimientos en el público también puede haber respondido a que la obra fue extensa para la estructura dramática planteada. Al finalizar, los actores salieron a saludar y uno de los espectadores se paró para aplaudir (se conoce que era familiar de uno de ellos). La mayoría pareció quedar conforme con lo presenciado, se generaron inmediatamente cruces de opiniones entre los grupos o parejas que habían asistido juntos. Muy distinto al final de “La cuna vacía”, cuando nadie podía decir nada, más que contener el llanto y agarrarse el pecho.
El rito y el logos:
En la obra “La cuna vacía” se observan espacios distintos desde donde se va estructurando la poiesis total. Uno es el lugar del mal, que explica por qué hace el mal, por qué castiga a aquellos que no lo obedecen. Por el protagonismo que tiene el personaje del “cínico”, que podría ser una metáfora de cualquier jefe de alto rango de la última dictadura militar (uno de los dos únicos personajes que hablan en escena), que es el encargado de estructurar mediante el texto hablado aquello que se va poniendo en imágenes simbólicas, se puede decir que el mal gana en esta historia. Claramente, este personaje encarna la figura del mal, que cuenta además los pormenores del “castigo divino” (no lo menciona de esa manera pero me resonó así).
Por otra parte están las madres, un grupo de mujeres que se desplaza a ritmo aletargado, como si fuesen almas suspendidas, significando constantemente un estado de dolor a través de diferentes momentos, uno de ellos tremendamente fuerte y muy logrado desde lo técnico, cuando una a una extraen de sus pechos la leche que no nutrirá a ningún niño porque la historia cuenta que se los han robado. También se las ve buscar, buscar, incansablemente buscar por todos los rincones, con una expresión de dolor cansado en sus rostros. Ellas encarnan el bien, las víctimas, las crucificadas por no obedecer las órdenes del mal… “las Juana de Arco”, “las Virgen María” (salvando las distancias histórico-argumentales en cada caso), son las pobrecitas castigadas de la historia de la humanidad, ellas son los reprimidos por el poder en todos y cada uno de los momentos de la historia de hombre. Y las causas de sus dichas, no son otra cosa que la desobediencia, de ellas, de sus hijos, eso no importa tanto, lo que importa es el escarmiento, la enseñanza para que no replique en contagios la mala conducta.
Con todo lo anterior deseo expresar mi parecer de que aquí existe un acontecimiento teatral que nos habla de elementos ancestrales, que seguramente muchas otras civilizaciones han ritualizado en ceremonias y actos festivos, rememorando luchas ganadas y perdidas, grandes e injustas matanzas, castigos divinos perpetrados por seres de carne y hueso. Creo que aquí, en la obra de Omar pacheco, tiene lugar un acto místico. Veamos, para completar la idea, qué menciona al respecto la investigadora mexicana María Sten:
“Es necesario ver la fiesta según dos puntos de vista distintos: uno de ellos es tomando en cuenta a todos los elementos que componen el teatro tradicional: vestuario, maquillaje, máscaras, música, danzas, poemas, etc; el otro es la comunión entre el espectador y el actor, en que ambos cumplen un rito para rendir tributo a los poderes invisibles. Un espectáculo que nada tenía que ver con la diversión, siendo ante todo un acto místico, lleno de sentido simbólico, oculto, impenetrable para los que carecían de la noción de lo que fue la religión que regía la vida de los mexicanos.”
Me resulta interesante y pertinente aplicar lo que dice la investigadora sobre la comunión entre espectador y actor, en que ambos cumplen un rito para rendir tributo a los poderes invisibles. Simplemente eso es lo que sentí que sucedió durante el convivio de la obra “La cuna vacía”. Percibí un clima de rito en el que todos sabíamos de qué estábamos hablando, nadie era ajeno a los símbolos, nada podía escapar de aquel lugar, nadie quería escapar de aquel lugar, todos éramos parte de lo que allí se estaba contando. Por eso nadie tosió nervioso porque no entendía, por eso nadie sacó un caramelo de su bolso, por eso nadie intentó mover su silla provocando un ruido perturbador. Todos descansaban en ese rito angustiante, perverso, doloroso… pero tan propio como el 17 de Octubre de 1945. Y comprendo por eso a lo que se refiere María Sten cuando dice “un sentido simbólico oculto, impenetrable para los que carecían de la noción de lo que los mexicanos…”, porque para entrar en el rito de esa noche había que saber y estar atravesado por los recuerdos de esa tragedia argentina. Pero no estoy de acuerdo con lo absoluto del término impenetrable, al menos para este caso. La cuna vacía es tan (me sigo resistiendo a utilizar el término maravillosa, y aún no comprendo bien por qué) intensamente clara en esta presentación de la ancestral disputa entre el bien, el mal y el castigo divino, que la considero apta para cualquier cultura. Pensando y repasando lo dicho por la investigadora ella se refería a festejos de culturas alejadas de las grandes urbes.

En el caso de la obra “El centésimo mono” el mito fundante que subyace en su representación sería el umbral entre la vida y la muerte. Ese misterio eterno que en según la épocas y las culturas era interpretado de distintas maneras.
En muchas civilizaciones, el tránsito hacia el “más allá” era una instancia de celebración que incluía festejos, ofrendas, construcción de bóvedas espaciosas y ornamentadas con mensajes para los dioses (según la jerarquía del fallecido), sacrificios, etc. Era considerado un momento sagrado e importante. De lo ofrecido en ese proceso por el pueblo dependerían muchas cosas, entre ellas la aceptación del alma en tránsito por parte de los dioses que la estaban esperando. Y por qué no considerar la presencia de los sucesivos trucos de magia que desarrollan sin descanso los personajes, como una suerte de ofrenda de este mago que teme por su tránsito hacia la muerte. Se me ocurre pensar también en los chamanes que en muchos casos ejercían prácticas mágicas para salvar o curar.
En este caso no encuentro acontecimiento de comunión entre espectadores y actores en la simbolización, reelaboración y si se quiere celebración de algún suceso de la propia historia política o cultural que los convoque particularmente. Me parece que solamente, como se mencionó en clase, se representa esta obra como una lectura, un conocimiento sobre un mito: el del misterio de la muerte, la transición hacia ella o la toma de conciencia de la propia muerte. Un mito tan ancestral y primario como el de La cuna vacía.


Nota: al revisar el trabajo por última vez me di cuenta de que el desarrollo no es estrictamente ordenado, de que algunas apreciaciones no estaban descriptas en el lugar que le correspondían según el concepto madre que debía contenerlas, pero decidí no corregirlo. Primero para ser respetuoso con el proceso (con el que no estoy disconforme, lo que no quiere decir que cumpla con los objetivos requeridos por el parcial). Segundo, por temor a que la corrección desarticule esta secuencia para articular otra que no resulte ser más clara.

lunes, 11 de noviembre de 2013

TEATRALIDAD Y LITERATURA, 8º ENCUENTRO



SÁBADO 2 de noviembre de 2013
PROF. HERNÁN LOBOSCO



En este encuentro hemos trabajado aplicando cada uno de los temas planteados para el parcial a un fragmento de la representación teatral de Saverio el cruel, de Roberto Artl.
La clase comenzó con el análisis del texto dramático, aplicando la teoría de Fernando de Toro.  Luego se siguió con el concepto “performance”, para así hablar del concepto de acción. Así se puede llegar a trabajar la poíesis productiva e inducir algunas hipótesis de la poíesis espectatorial.
Aplicamos el concepto de mito-mitema y rito- logos a la representación y los alumnos discutieron productivamente  este tema aplicando los conocimientos que tenían sobre Roberto Artl que se ampliaron al discutir el Teatro del Pueblo y su particularidad dentro de las propuestas teatrales.
 Se habló de la distancia ontológica de este tipo de performance y se comparó con otras a las cuales ellos pudieron acceder.