IES Nº 2
“Mariano Acosta” – Postítulo Narrativa y
Artes visuales
Examen parcial de Literatura y Teatralidad, de Fabio
Guzmán, DNI Nº 22501495
Comparación de dos representaciones (en las que he
participado de cuerpo presente) y aplicación de los conceptos convivio,
poiesis espectatorial, poiesis productiva, distancia ontológica, ritos y logos.
“La cuna vacía”, de Omar Pacheco.
Teatro de la otra orilla.
Todo se funde, nada se confunde.
Atrás
quedaba la preocupación por la seguridad de mi vehículo como signo de la
realidad cotidiana al entrar al Teatro “La otra orilla”. La certeza de estar
atravesando una puerta hacia algo nuevo, distinto a lo “mundano” no podía ser
más clara. La espera era llenada con un aroma a incienso, un silencio de luces
y una penumbra de voces que obligaba al cuerpo a refugiarse en la respetuosa ceremonia
de la espera. De una espera a lo incierto. O a lo cierto pero expresado vaya a
saber uno de qué extraña manera, y sobre qué extraña cosa. Esa es una de las
cualidades diferenciales del teatro… uno no sabe con qué se va a encontrar, o
qué va a encontrar. ¿Se encontrará uno
con algo parecido a uno, o que tenga
que ver con uno? ¿Se encontrará uno con uno? ¿O se encontrará uno
con algo o alguien que alguna vez fue?
Gente
en la espera compartida que disimula la ansiedad y se ampara en la observación
del entorno, un entorno que ya indica, que ya significa, que ya estimula… que
ya arrastra hacia otro lugar.
Dan
sala.
Las
escaleras parecen no tener fin. Camino iluminado solo por velas y una melodía
que se acerca, tenue y lúgubre. El acontecimiento ya es, la poiesis ya existe como generador de nuevos entes. La
distancia ontológica se instaura por obra y propósito… quizá del director,
quizá de la historia misma de la cultura. Uno como espectador, ya se siente
espectador, y me atrevería a decir que la poiesis espectatorial también entra
en vigor, porque este momento ya es
teatro, ya es la obra, o al menos ya es parte de ella. El acomodarse en las
butacas es cuidadoso, solemne, estimulado por el clima ritual de lo poco que se
ve y se oye en el espacio.
Sabemos
que somos espectadores, nada indica que esa premisa vaya a romperse, la
ubicación del público es clara y frontal, clásica y tajante.
Apaguen
sus celulares. La poiesis reclama su atención.
Poiesis productiva:
La
poiesis productiva fluyó durante toda la obra. Los actores no dejaron de
sorprender con el coordinado, y no por eso menos afectado, desplazamiento de
sus cuerpos a través de cada una de las escenas. Hago hincapié en esto porque
en la ética y estética teatral del director
Omar Pacheco es indispensable la respetuosa coordinación de
absolutamente todo. Los cuerpos de los actores deben estar en el lugar justo,
en el momento justo y podríamos agregar con el gesto orgánico justo. A su vez, los técnicos tienen que accionar la luz,
el sonido, las voces en off, también respetando la exactitud del instante
indicado por la puesta del director. A este tipo de teatro se lo llama teatro
cinematográfico, porque genera muchas imágenes, crea “cuadros” en los que los
actores condensan, mediante figuras precisas, situaciones con fuerte sentido y
simbolismo, con una carga poética y una resonancia cultural, histórica y social
que lastima la sensibilidad del espectador.
El
trabajo actoral es de una calidad superior, el nivel de compromiso y verdad
escénicos que tienen estos actores es poco común, la entrega es total, hacia la
obra porque uno puede imaginar la cantidad de ensayos para lograr tal
resultado, y al público porque no hay una sola grieta en un trabajo tan exigente
desde lo actoral y desde lo técnico como el de esta propuesta, y en todo
momento los actores se dirigen al público por más que no lo estén mirando.
Parece algo obvio pero, a ver si lo puedo explicar.
Toda
obra está dirigida al público, pero en muchos casos las escenas se desarrollan
haciendo de cuenta que no hay público que los esté viendo. Aquí no, aún las
escenas o figuras que no descargan su intensidad gestual hacia donde están los
espectadores, son para ellos. Por eso uno tambalea en su emoción y quiebra
cuando lo dejan que solito se lleve tdo
eso a su casa.
La
puesta de luces es única, rupturista con la manera clásica de luces en
“parrilla” superior (que dicho sea de paso no recuerdo haber visto alguna de
este tipo en la obra. La tenue
iluminación alumbra desde lugares extraños, causando efectos dramáticos
y visuales nuevos para mí. Por eso las luces, tanto como la escenografía, la
música, el escenario de títeres, el vestuario, fueron entes poéticos de gran
presencia, aportando todos a la poiesis
de la obra.
Distancia ontológica:
Como
creo haber mencionado en algún párrafo anterior, la distancia ontológica estaba
clara, los espectadores sabíamos que estábamos asistiendo a una obra de teatro,
pero por momentos la dramaturgia visual era tan intensa, la verdad estaba tan presente, y el convivio era tan intenso, que
parecíamos invitados a un ritual en el que los “malos olvidos” (léase olvidos
injustos) se exorcizaban de nuestras almas. Era como estar en ronda con los
actores mientras nos contaban una historia conocida pero de una manera
distinta, desde un lugar de autoridad, desde el lugar de autoridad y
protagonismo que da el haber padecido esa historia de terror y de violencia, y
desde allí sus cuerpos nos mostraban su sufrimiento.
El final más terrible… el más temido
por mí, a partir de ahora… como espectador.
Creo
entender que el hecho de no salir a saludar al final, de no dejar claro qué
estaba pasando y dejar al espectador que decidiese qué hacer, si aplaudir o no,
cuándo pararse para irse, tiene que ver con una idea intencional del director,
que podría ser:
No crean que de esta historia se
sale aplaudiendo y saliendo a fumar un cigarrillo. Váyanse a casa con un poco
de esta sensación de densa imcomplitud, que les va a ayudar a reflexionar sobre
lo que todavía está pasando con los nietos robados.
Si…
quizá la intención era esa… la de trazar una analogía entre la falta de final
de la obra de teatro con la falta de final de la historia real, de lo que allí
se cuenta. No sé. Lo cierto es que en ese momento creo que la distancia
ontológica crujió un poco. La ruptura de la convención del cierre con aplausos
con actores saludando con luz plena de la sala nos dejó adentro de esa ronda,
de ese ritual, ya no mirando a otros contando una historia, sino, ante el
desconcierto, teniendo que mirarnos entre nosotros como preguntándonos … ¿ y
ahora qué hacemos?
El hilo argumental que recorre toda
la obra es el robo de bebés a madres secuestradas y desaparecidas durante la dictadura militar que comenzó en
1976 y terminó en 1983, en nuestro país. El dolor de las madres, el despojo, la
violencia impune, el cinismo de quiénes decidían tales hechos, el desgarro
familiar..., esto sería el esqueleto de la obra. Sus huesos.
Ahora…,
las fibras, los músculos, los órganos, cada vaso comunicante, fue ubicándose en
el lugar preciso con su propia e infalible cuota de poesía para formar cuerpos
poiéticos que aparecían y se esfumaban como fantasmas, dejando, en mí al menos…
una herida, una marca, la señal del paso de algo que creía conocer pero que
ahora me daba cuenta que no conocía en su inabarcable intensidad.
Si
comprendí correctamente el concepto de estatus objetivo, podría afirmar que yo,
Fabio Guzmán, conozco bastante acerca del estatus objetivo del ente “robo de bebés durante la dictadura”, o del ente “sufrimiento de las madres”, o del ente “abuelas sin sus hijas o hijos y sin sus
nietos”, porque nunca fui ajeno a la
historia política de mi país, porque he estado en movilizaciones en las que
“Madres, Abuelas e Hijos” reclamaban memoria y justicia, porque siempre leí los
diarios, porque leí libros, porque vi películas y documentales, porque hablé
con gente…! en fin, no es un tema que no tenga archivos intelectuales y
afectivos en mi ser. Y creo que por eso mismo, porque poseo esos registros,
porque conozco el estatus objetivo de los entes que aparecen en la obra es que
sentí tan fuertemente la generación de poiesis, por el nuevo contexto en el que
fueron incluidos estos registros concretos, por la intensidad y novedad de la poiesis productiva, por el
clima generado en el convivio, por la poiesis espectatorial de la que no podía
escapar y que me iba cargando de una angustia que solo atinaba a salir por mis
ojos… pero que me recorría todo el ser.
Convivio:
Una
densidad fácilmente perceptible se instala y se mantiene en la sala mientras
dura la obra. Algunos espectadores, como yo, en varios momentos hacen fuerza
por contener el llanto sonoro. Lo que sucede es tan dolorosamente respetuoso
que nadie osaría toser, estornudar, mover un pié, bostezar o hacer algún ruido
que nos atraiga a la realidad mundana. Para todos los que estamos allí nada es
más verdadero que lo que está pasando en escena. Una suerte de hipnosis logran
los recursos técnicos y la puesta en escena dividida en tres dimensiones. Este
recurso, que se completa con la presentación alternada de los actos en cada
espacio, y por el contraste entre estos, provoca la idea de estar participando
de una ensoñación. El milimetrado trabajo con las luces (que jamás son más
fuertes que la luz de un velador), la música elegida y la coreografía de los
cuerpos que se mueven con ritmo aletargado, se ensamblan para crear un clima
que rompe totalmente con el vértigo con el que suceden las cosas en nuestra
vida cotidiana, y esto hace que el espectador se asimile a este nuevo ritmo
olvidándose del paso del tiempo. Se percibe una profunda y sincera entrega de
los que trabajan en la obra. Lo Hacen con un profesionalismo y un compromiso en
cada momento…
Es
muy fuerte la interpelación al espectador, es muy fuerte la invitación a que
entienda el dolor de esas madres, y es tan reiterada la imagen del desgarro, de
la soledad, expresados a través de diferentes cuadros metafóricos que, al
finalizar la obra, uno desea aplaudir hasta que las manos duelan. Pero eso no
sucede. No hay final. Los espectadores estuvimos más de cinco minutos mirando
una mecedora vacía, moviéndose levemente. Esperábamos el momento en que las
luces se encendieran y los actores se acercaran para recibir el merecido
saludo, el agradecimiento del público por tan buen trabajo… pero eso no
sucedió.
Entonces nos empezamos a sentir
humanos nuevamente, seres humanos aturdidos, en medio de un viaje de vuelta
entre la metáfora y la realidad.
Solo
queríamos que los actores salieran, se mostraran como seres normales que
estaban actuando y recibieran nuestra reparadora ofrenda, que nos dijeran que
todo había terminado, que podíamos volver a nuestras vidas tranquilamente
porque nada de lo malo que había sucedido en escena nos podía suceder a
nosotros. Que todo el dolor, el desamparo, la desazón, la angustia, el odio y
la vergüenza, podíamos dejarlo allí, descargarlo en gritos de ¡bravo!, en
aplausos desaforados, en cuerpos de pié mirando a la cara a esos seres normales
que hacen tan buen trabajo pero que no serán capaces de escapar al ego de
recibir el elogio… pero, nada de eso sucedió. De a poco nos fuimos mirando a la
cara entre el público, había gestos de “no sé qué está pasando”. Alguien decidió
empezar a aplaudir… no un asistente ni un “clac”, alguien del público consideró
que ya era el momento de dar lo que nadie había pedido.
Fue
el aplauso más angustioso, más podrido, más pastoso y menos duradero que me
tocó dar y escuchar en toda mi historia de espectador. De a poco la gente se
fue retirando, en silencio, sollozando, diciendo palabras que no se entendían
pero que expresaban la sensación de haber sido invitados a una ceremonia de
traspaso, de traspaso de imágenes, de sensaciones, de poesía, de afectación, de
nuevos significados, de nuevos mundos que hablaban de mundos conocidos. Nos
fuimos traspasados. Con el recuerdo de esa mecedora vacía, generadora en mí de
un cuerpo poiético que me hablaba de algo terrible… angustiante… real…
Se robaron sus nietos y las cunas
quedaron vacías… pero también… con la muerte de las abuelas, las que ahora
empiezan a quedar vacías son las mecedoras.
Esa
imagen… y el final sin final… fueron lo más angustiante de todo.
Poiesis espectatorial:
Como
dije en un principio, el espacio espectatorial era claro, la puesta estaba
planteada “a la italiana”, solo que, como suele suceder en los nuevos espacios
teatrales alternativos al circuito comercial donde los escenarios están
elevados y son rectangulares o semicirculares, aquí el espacio escénico “nace”
al ras del piso y en forma de rampa hacia el “foro”.
En
ningún momento el acontecimiento de expectación sufrió alteraciones en mi caso,
la obra me atrapó en toda su extensión. Me sentí estimulado por las imágenes,
que a su vez me generaban sentimientos y hacían trabajar intensamente a mi
conciencia para que reinterpretara lo que se me estaba presentando, ya que
aparentaban ser una cosa pero siempre
iban más allá en su significado. El lugar del espectador fue permanentemente
exigido, invitado a reflexionar, a revisar su conciencia histórica. Fue
convocado para compartir aunque más no sea visual y sensorialmente el martirio
de esas madres ultrajadas y el cinismo de los apropiadores de sus hijos. En
ningún momento los hacedores de la poiesis productiva dejaron tranquilo al
espectador para que pueda evadirse un poco y siquiera tomar un caramelo de su
bolsillo.
Y
por último, creo que esta misma actitud del espectador, de percibir e
interpretar profundamente lo que estaba pasando, sumado al respeto que generaba
el compromiso ceremonial de los
actores, colaboró para que se lograra un ambiente de tanta densidad y peso
dramático. Como debe suceder en la poiesis… expectación y poiesis productiva se
alimentaban para generar cada vez un cuerpo poético más pesado, con más volumen
y claridad dramáticos, con más sentido.
Un acontecimiento imborrable.
“El centésimo mono”, de Osqui
Guzmán”. Teatro La
Carpintería.
¿Mamá, cuándo nos vamos? O sobre la
desilusión de una obra ilusionista.
Todo
fue muy distinto. Ninguna preocupación al dejar mi vehículo, cuadra iluminada,
mucha gente burguesa como uno, bar
dentro del teatro, compra de entradas por internet, gente parlanchina, mucha
gente… muy parlanchina.
No
había iluminación intimista, no había aroma a incienso, sí a perfumes
importados. La ansiedad era la misma, el entorno no. La sala de espera al lugar
del rito era un paisaje porteño, demasiado real, cotidiano… solo un par de
entradas en la mano nos aseguraban que allí había una puerta que daba a “un espacio de alteridad que se recorta y
separa del cronotopo cotidiano” (Jorge Dubatti, La poiesis teatral).
Poiesis productiva:
El
despliegue corporal de los tres actores es destacable, durante la hora y media
que dura la obra están en escena y salvo en breves momentos no dejaron de
moverse. Su trabajo estuvo dirigido permanentemente al público, mirando al público. Se notaba una
cualidad desarrollada en las prácticas de la magia, como entretenimiento, como
espectáculo. Los trucos que realizaban los actores (caracterizados como magos)
eran más importantes que el argumento, o al menos eso percibí. Uno de ellos
conseguía la mayor armonía entre actuación dramática y prácticas de mago. Otro
era más actor que mago, y el otro era más… más alguna otra cosa que mago y actor.
El
despliegue técnico no llamó demasiado mi atención. La puesta de luces cambiaba
por momentos, pero no recuerdo ningún caso en que una determinada iluminación
fuera trascendente para reforzar una idea. Sí, recuerdo un momento en que los
personajes se acercaban a una ventana abierta desde donde llegaba una música y
un ventilador no disimulado hacía el trabajo del viento, y entonces unas tenues
luces de colores daban el aspecto de que frente
a esa habitación había un salón de fiestas. No daba la sensación de que hubiese
muchas personas trabajando detrás de escena durante el desarrollo de la obra.
El trabajo durante los ensayos debe haber estado puesto en la práctica de los
trucos de magia, ya que algunos eran sorprendentes, dignos de un show de magia, pero en ningún momento
sentí que la magia generara diversos entes poéticos, o que cada truco fuera
metáfora de algo, o que fuera una forma elegida para elaborar un mundo
paralelo. Lo que sí comprendí es que para estos personajes la magia simbolizaba la vida, y que un truco fallido simbolizaba la muerte.
Eso me pareció lo más interesante del argumento.
Había que hacer magia continuamente
para no morir.
Por
eso los trucos en sí no aportaban a la poética de la obra, sino que era la magia
como ente poético fuerte lo que
estaba como significante de algo.
Un mago se enfrenta a una operación
importante y una vez en la sala intermedia antes del quirófano, con la
anestesia corriéndole por las venas, se enfrenta a la duda de si va a salir o no
de allí con vida.
Hay
una parte que no entendí, que habla de la teoría del centésimo mono e incluye a la esposa de este mago, que está
esperando en los pasillos del hospital. Lo que sí entendí es que, lo que sucede
en escena es lo que en realidad sucede en la imaginación del personaje que está
somnoliento y adentrándose en los laberintos de su conciencia. Esta sería la
mayor metáfora, pero el texto es tan absurdo de a ratos, y tan cerrado que tuvo que ayudarme mi
compañera de vida y en este caso de expectación para que algunas cosas me quedaran claras.
Poiesis espectatorial:
La
disposición del público, al igual que en la obra anterior, era clásica. También
en este caso el escenario era “a nivel del suelo” y las butacas iban en
elevación gradual. El escenario al momento de ingresar el público a la sala
estaba totalmente iluminado, lo que llamaba a la distracción mientras la gente
se iba acomodando en sus lugares. Mucho ruido de sillas, mucho parloteo, muchos
saludos entre las filas delanteras y otras de más atrás. Público en su mayoría
veinteañero, inquieto. No se generaba ni una “pizca” del clima que a esta
altura existía durante la obra “La cuna vacía”. No había música “de sala” que
amenizara la espera. Mi expectativa igualmente seguía siendo muy elevada.
Bienvenidos al teatro La
carpintería, por favor apaguen sus celulares.
Hasta
entrados los veinte minutos no entendía cuál era el conflicto principal.
Tampoco estaba claro que los tres magos eran uno solo pero desdoblado. Pocas
cosas quedaban claras y me iba dando cuenta de que me aburría.
Hay algo que me sucede cuando me
aburre una obra de teatro o una película, y es que automáticamente dejo de
prestarle atención aguda y me empiezo a perder datos importantes que tienen que
ver con el argumento de la obra.
Comencé
a escuchar todos los ruidos que existían a mi alrededor, me concentraba en
objetos más que en cuerpos poiéticos. No me sentía cómodo en ese universo
abstracto, no lograba interpretar la información encriptada del texto.
Mi
labor como espectador fue paupérrima (a mi pesar), no se movilizaron fibras
internas, no me sentí estimulado ni provocado por lo que sucedió en la obra.
Solo pude construir una metáfora a partir de lo que vi, y es que para el mago (representado por tres
personajes que hacían las veces de sectores de su conciencia) la muerte es la falta de magia. Cuando
este mago se encontraba solo, en la antesala del quirófano, varias ideas lo
perturbaban: una era la posibilidad de no salir con vida, el ser consciente que
aquello no se resolvía con un truco de magia, y aunque así fuese, si existía
algún truco para salvarle la vida sí o sí, ese truco no dependería de él. Me
pareció comprender también que el mago
suponía que si un truco fallaba, eso era lo más parecido a la muerte misma. Y
otra cosa interesante. En el hecho de estar constantemente haciendo trucos de
magia (cosa que me perturbaba un poco como espectador porque percibía que eso
le restaba a la estructura dramática de la obra ya que los actores-magos
estaban con parte de su concentración puesta en el truco) me pareció que se concretizaba esto de la magia o la muerte, es decir
Si estoy constantemente haciendo
trucos de magia más allá de estar razonando otras
cosas, estoy vivo, si dejo de hacer magia para solo pensar en otras cosas (que
en este caso sería la posibilidad de morir) seré un muerto seguro.
No
percibí acontecimientos poiéticos más allá de estas observaciones, y debo decir
que algunas de ellas surgieron al intercambiar ideas sobre la obra con otro
espectador, una vez finalizada la obra.
Creo
que el salto ontológico no es tan fuerte como en la otra obra que presento como
elemento de comparación en este trabajo. Hay mucho esfuerzo puesto en
sorprender con lo espectacular de
cada truco más que en generar un acontecimiento
teatral. Pero como enuncia el investigador teatral Jorge Dubatti, “la
poiesis no existe en sí para producir sentido, sino solo existe, sin por qué ni
para qué”, y en otra parte dice: “No
hay, en consecuencia, una sola y única poética enunciable de cada obra o ente
poético, sino múltiples”. Por lo tanto, puede ser que yo esté influenciado
porque lo poco que me gustó la obra,
porque me aburrió, y entonces no encuentro tanto material poiético como en
el caso de “La cuna vacía”.
Distancia ontológica:
La
conciencia de estar en el lugar de espectador no se pierde ni desdibuja en
ningún momento, ya que nadie del público es invitado a participar de la obra,
no hay interrupciones en las que los actores se mezclen con el público. La espectacularidad de la obra, sostenida
en demasía por la sucesión de trucos de magia que parecían a veces esperar la
devolución del público (en aplausos) acentúa un paralelismo con el mundo espectacular cotidiano, y uno siente que
esos actores-magos no están creando
un ente tan lejano a nuestro entendimiento. Considero que (por lo que percibí
en mi reacción y la del resto del público) la distancia ontológica no está muy
lejos de la que se podría establecer en una obra de Stand-Up o en una obra de
magia exclusivamente. Y esto no es por desmerecer o quitarle atributos a “El
centésimo mono”, es que noté mucha inclusión del público en las conductas, en
los parlamentos, en las disquisiciones de estos personajes, pero con un
objetivo y un peso dramático muy distinto al que observé en “La cuna vacía”.
Era como estar constantemente recordándole a los espectadores el hecho de que están dentro de la historia y no afuera,
pero tranquilos… que acá se van a entretener.
No podía ubicarme a una distancia
ontológica desde donde poder observar que lo que allí sucedía contaba con una
territorialidad propia y claramente diferenciada ontológicamente de la mía. No
me alcanzaba con la magia.
Encontré
algo interesante consultando la página www.elsotanorevista.org. Un
análisis comparativo llamado “El convivo teatral y el teatro postdramático”, su
autor es Bryant Caballero Cano, y en
este trabajo hace esta mención:
“En
la organización de los diferentes registros canónicos de la teatralidad, lo que
también podemos denominar como corrientes teatrales, el convivio teatral
establece el teatro postdramático como un canon ejecutado por un actor
performer que presenta-representa mundos metafóricos ficcionales inestables,
que devienen en acontecimientos performativos y luego regresan a su estatuto
metafórico, cuyo medio es el cuerpo, la acción física y físico-verbal (Dubatti,
Cartografía 53)”.
Creo
sinceramente que a esto estaba tratando de referirme con la descripción de lo
percibido en esta obra. Esta frase del investigador teatral Jorge Dubatti me
acerca a pensar que la obra “El centésimo mono” corresponde a esta
clasificación: teatro postdramático, y que los actores, por su despliegue tanto
actoral como en la disciplina de magia, pueden entrar en la categoría de
actores-performers.
Convivio:
En
este acontecimiento aurático los actores, como ya he mencionado, dieron muestra
de sus amplias habilidades para la magia. Esto provocó en muchas oportunidades
manifestaciones de asombro y aprobación sonora del público. En una sola
oportunidad un truco fue aplaudido de manera segura y convincente. En otra
ocasión el contagio no se impuso y el aplauso no prosperó. Varias veces algún
gag arrancó risas. En general el público era ruidoso, cosa que me parece estaba
habilitada implícitamente por el tipo de puesta teatral al que me referí en el
punto distancia ontológica. Se
cayeron sillas de gente que no lograba centrar su cuerpo en ellas, alguna que
otra mujer revisaba su cartera, alguien comentaba algo con el compañero de al
lado en voz no tan baja. Por momentos había clima de teatro y por momentos de
circo. En los momentos en que un cambio de luces o de actitud por parte de los
actores era franco y firme, los espectadores también cambiaban su actitud
receptiva y parecían concentrase más, como expectantes de que algo importante
podía suceder. La sucesión de movimientos en el público también puede haber
respondido a que la obra fue extensa para la estructura dramática planteada. Al
finalizar, los actores salieron a saludar y uno de los espectadores se paró
para aplaudir (se conoce que era familiar de uno de ellos). La mayoría pareció
quedar conforme con lo presenciado, se generaron inmediatamente cruces de
opiniones entre los grupos o parejas que habían asistido juntos. Muy distinto
al final de “La cuna vacía”, cuando nadie podía decir nada, más que contener el
llanto y agarrarse el pecho.
El rito y el logos:
En
la obra “La cuna vacía” se observan espacios distintos desde donde se va
estructurando la poiesis total. Uno
es el lugar del mal, que explica por qué hace el mal, por qué castiga a
aquellos que no lo obedecen. Por el protagonismo que tiene el personaje del
“cínico”, que podría ser una metáfora de cualquier jefe de alto rango de la
última dictadura militar (uno de los dos únicos personajes que hablan en
escena), que es el encargado de estructurar mediante el texto hablado aquello que se va poniendo en imágenes simbólicas, se
puede decir que el mal gana en esta
historia. Claramente, este personaje encarna la figura del mal, que cuenta
además los pormenores del “castigo divino” (no lo menciona de esa manera pero
me resonó así).
Por
otra parte están las madres, un grupo de mujeres que se desplaza a ritmo
aletargado, como si fuesen almas suspendidas, significando constantemente un
estado de dolor a través de diferentes momentos, uno de ellos tremendamente
fuerte y muy logrado desde lo técnico, cuando una a una extraen de sus pechos
la leche que no nutrirá a ningún niño porque la historia cuenta que se los han
robado. También se las ve buscar, buscar, incansablemente buscar por todos los
rincones, con una expresión de dolor cansado en sus rostros. Ellas encarnan el bien, las víctimas, las crucificadas
por no obedecer las órdenes del mal…
“las Juana de Arco”, “las Virgen
María” (salvando las distancias histórico-argumentales en cada caso), son las pobrecitas castigadas de la historia
de la humanidad, ellas son los reprimidos por el poder en todos y cada uno de
los momentos de la historia de hombre. Y las causas de sus dichas, no son otra
cosa que la desobediencia, de ellas,
de sus hijos, eso no importa tanto, lo que importa es el escarmiento, la enseñanza para que no replique en contagios la
mala conducta.
Con
todo lo anterior deseo expresar mi parecer de que aquí existe un acontecimiento
teatral que nos habla de elementos ancestrales, que seguramente muchas otras
civilizaciones han ritualizado en ceremonias y actos festivos, rememorando
luchas ganadas y perdidas, grandes e injustas matanzas, castigos divinos
perpetrados por seres de carne y hueso. Creo que aquí, en la obra de Omar
pacheco, tiene lugar un acto místico. Veamos, para completar la idea, qué
menciona al respecto la investigadora mexicana María Sten:
“Es
necesario ver la fiesta según dos puntos de vista distintos: uno de ellos es
tomando en cuenta a todos los elementos que componen el teatro tradicional:
vestuario, maquillaje, máscaras, música, danzas, poemas, etc; el otro es la
comunión entre el espectador y el actor, en que ambos cumplen un rito para
rendir tributo a los poderes invisibles. Un espectáculo que nada tenía que ver
con la diversión, siendo ante todo un acto místico, lleno de sentido simbólico,
oculto, impenetrable para los que carecían de la noción de lo que fue la
religión que regía la vida de los mexicanos.”
Me
resulta interesante y pertinente aplicar lo que dice la investigadora sobre la comunión entre espectador y actor, en que
ambos cumplen un rito para rendir tributo a los poderes invisibles. Simplemente eso es lo que
sentí que sucedió durante el convivio de la obra “La cuna vacía”. Percibí un
clima de rito en el que todos sabíamos de qué estábamos hablando, nadie era
ajeno a los símbolos, nada podía escapar de aquel lugar, nadie quería escapar
de aquel lugar, todos éramos parte de lo que allí se estaba contando. Por eso
nadie tosió nervioso porque no entendía, por eso nadie sacó un caramelo de su
bolso, por eso nadie intentó mover su silla provocando un ruido perturbador.
Todos descansaban en ese rito angustiante, perverso, doloroso… pero tan propio
como el 17 de Octubre de 1945. Y comprendo por eso a lo que se refiere María
Sten cuando dice “un sentido simbólico oculto, impenetrable para los que
carecían de la noción de lo que los mexicanos…”, porque para entrar en el rito
de esa noche había que saber y estar atravesado por los recuerdos de esa
tragedia argentina. Pero no estoy de acuerdo con lo absoluto del término
impenetrable, al menos para este caso. La cuna vacía es tan (me sigo
resistiendo a utilizar el término maravillosa, y aún no comprendo bien por qué)
intensamente clara en esta presentación de
la ancestral disputa entre el bien, el mal y el castigo divino, que la
considero apta para cualquier cultura. Pensando y repasando lo dicho por la
investigadora ella se refería a festejos de culturas alejadas de las grandes
urbes.
En
el caso de la obra “El centésimo mono” el mito fundante que subyace en su
representación sería el umbral entre la
vida y la muerte. Ese misterio eterno que en según la épocas y las culturas
era interpretado de distintas maneras.
En
muchas civilizaciones, el tránsito hacia el “más allá” era una instancia de
celebración que incluía festejos, ofrendas, construcción de bóvedas espaciosas
y ornamentadas con mensajes para los dioses (según la jerarquía del fallecido),
sacrificios, etc. Era considerado un momento sagrado e importante. De lo
ofrecido en ese proceso por el pueblo dependerían muchas cosas, entre ellas la aceptación
del alma en tránsito por parte de los
dioses que la estaban esperando. Y
por qué no considerar la presencia de los sucesivos trucos de magia que
desarrollan sin descanso los personajes, como una suerte de ofrenda de este
mago que teme por su tránsito hacia la muerte. Se me ocurre pensar también en
los chamanes que en muchos casos
ejercían prácticas mágicas para salvar o curar.
En
este caso no encuentro acontecimiento de comunión entre espectadores y actores
en la simbolización, reelaboración y si se quiere celebración de algún suceso
de la propia historia política o cultural que los convoque particularmente. Me
parece que solamente, como se mencionó en clase, se representa esta obra como
una lectura, un conocimiento sobre un mito: el
del misterio de la muerte, la transición hacia ella o la toma de conciencia de
la propia muerte. Un mito tan
ancestral y primario como el de La cuna vacía.
Nota: al revisar el trabajo por
última vez me di cuenta de que el desarrollo no es estrictamente ordenado, de
que algunas apreciaciones no estaban descriptas en el lugar que le
correspondían según el concepto madre que debía contenerlas, pero decidí no
corregirlo. Primero para ser respetuoso con el proceso (con el que no estoy
disconforme, lo que no quiere decir que cumpla con los objetivos requeridos por
el parcial). Segundo, por temor a que la corrección desarticule esta secuencia
para articular otra que no resulte ser más clara.