Julio Cortázar – Las babas del diablo
(de Las armas secretas, 1959)
(de Las armas secretas, 1959)
Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en
primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando
continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron
subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la
mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros
vuestros sus rostros. Qué diablos.
Puestos a contar, si
se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque
escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La
perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una
máquina (de otra especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una
máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella —la mujer rubia— y las nubes.
Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Rémington se
quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen
las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de
todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado. Mejor que
sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no
veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme
(ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy
muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el
momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta
punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las
puntas cuando se quiere contar algo).
De repente me
pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por
qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una
invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por
qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una
cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de
al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está bien, está
contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de
manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo
nadie se avergüenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas que se
hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña
o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que
pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez
que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del
estómago.
Y ya que vamos a
contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa hasta
el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está
en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas
ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos (porque éramos fotógrafos,
soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de
contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe
bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha
ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si
sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la
verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de
alguna manera con esto, sea lo que fuere.
Vamos a contarlo
despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si me
sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza alguna otra
cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendo continuamente nubes que
pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso... Y después del «si», ¿qué
voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la oración? Pero si empiezo a
hacer preguntas no contaré nada; mejor contar, quizá contar sea como una
respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.
Roberto Michel,
franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió del número
11 de la rue Monsieur-le-Prince el domingo siete de noviembre del año en curso
(ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes plateados). Llevaba tres semanas
trabajando en la versión al francés del tratado sobre recusaciones y recursos
de José Norberto Allende, profesor en la Universidad de Santiago. Es raro que
haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se
arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las
cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del
tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el
viento y amigo de los gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por
los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle.
Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor
posible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint-Louis y me puse
a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, me recité unos
fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabeza cuando paso delante
del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de otro poeta, pero Michel es
un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos
dos veces más grande (quiero decir más tibio pero en realidad es lo mismo), me
senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.
Entre las muchas
maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad
que debería enseñarse tempranamente a los niños pues exige disciplina,
educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la
mentira como cualquier repórter, y atrapar la estúpida silueta del personajón
que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda
con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y
delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al
aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche. Michel
sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal
de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran
nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax
para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma
ni 1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira)
podía quedarme sentado en el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas
negras y rojas, sin que se me ocurriera pensar fotográficamente las escenas,
nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con
el tiempo. Y ya no soplaba viento.
Después seguí por el
Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde la íntima placita
(íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo el pecho al río y al cielo)
me gusta y me regusta. No había más que una pareja y, claro, palomas; quizá
alguna de las que ahora pasan por lo que estoy viendo. De un salto me instalé
en el parapeto y me dejé envolver y atar por el sol, dándole la cara, las
orejas, las dos manos (guardé los guantes en el bolsillo). No tenía ganas de
sacar fotos, y encendí un cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en
que acercaba el fósforo al tabaco vi por primera vez al muchachito.
Lo que había tomado
por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo
tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, de que era una
pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas
en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada
que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan
nervioso, tan como un potrillo o una liebre, metiendo las manos en los
bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el
pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía miedo, pues eso se lo
adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de
echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huida,
conteniéndose en un último y lastimoso decoro.
Tan claro era todo
eso, ahí a cinco metros—y estábamos solos contra el parapeto, en la punta de la
isla— que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia.
Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese primer momento en que le leí la
cara (de golpe había girado como una veleta de cobre, y los ojos, los ojos
estaban ahí), cuando comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al
chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar (el viento se llevaba las
palabras, los apenas murmullos). Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que
todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros
mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler, o (pero Michel se bifurca
fácilmente, no hay que dejarlo que declame a gusto). De todas maneras, si de
antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá
elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa
ajena. Y. claro, todo esto es más bien difícil.
Del chico recuerdo la
imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se entenderá después), mientras que
ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su
imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para decir lo que era, y
vestía un abrigo de piel casi negro, casi largo, casi hermoso. Todo el viento
de esa mañana (ahora soplaba apenas, y no hacía frío) le había pasado por el
pelo rubio que recortaba su cara blanca y sombría —dos palabras injustas— y
dejaba al mundo de pie y horriblemente solo delante de sus ojos negros, sus
ojos que caían sobre las cosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos
ráfagas de fango verde. No describo nada, trato más bien de entender. Y he dicho
dos ráfagas de fango verde.
Seamos justos, el
chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes amarillos que yo
hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante de derecho o ciencias
sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la
chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un perfil nada tonto —pájaro
azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche— y una espalda de adolescente
que quiere hacer judo y que se ha peleado un par de veces por una idea o una hermana.
Al filo de los catorce, quizá de los quince, se lo adivinaba vestido y
alimentado por sus padres pero sin un centavo en el bolsillo, teniendo que
deliberar con los camaradas antes de decidirse por un café, un coñac, un atado
de cigarrillos. Andaría por las calles pensando en las condiscípulas, en lo
bueno que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas o
corbatas o botellas de licor con etiquetas verdes y blancas. En su casa (su
casa sería respetable, sería almuerzo a las doce y paisajes románticos en las
paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero de caoba al lado de la
puerta) llovería despacio el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá,
de parecerse a papá, de escribir a la tía de Avignon. Por eso tanta calle, todo
el río para él (pero sin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años,
con sus signos en las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas
fritas a treinta francos, la revista pornográfica doblada en cuatro, la soledad
como un vacío en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta
cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad
parecida al viento y a las calles.
Esta biografía era la
del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto
único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole. (Me cansa
insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes desflecadas. Pienso que aquella
mañana no miré ni una sola vez el cielo, porque tan pronto presentí lo que
pasaba con el chico y la mujer no pude más que mirarlos y esperar, mirarlos
y...) Resumiendo, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho
trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El
chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró
admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el
chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su
encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo
de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se
quedaría, engallado y hosco, fingiendo la veteranía y el placer de la aventura.
El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera
hubiese podido medir las etapas del juego, la esgrima irrisoria; su mayor
encanto no era su presente, sino la previsión del desenlace. El muchacho
acabaría por pretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría
tropezando y confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la
mirada burlona que lo seguiría hasta el final. O bien se quedaría, fascinado o
simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle
la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo
para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el
deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y
a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente Michel
esperaba, sentado en el pretil, aprontando casi sin darse cuenta la cámara para
sacar una foto pintoresca en un rincón de la isla con una pareja nada común
hablando y mirándose.
Curioso que la escena
(la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aura
inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba,
restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera gustado saber qué pensaba
el hombre del sombrero gris sentado al volante del auto detenido en el muelle
que lleva a la pasarela, y que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo,
porque la gente dentro de un auto detenido casi desaparece, se pierde en esa
mísera jaula privada de la belleza que le dan el movimiento y el peligro. Y sin
embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte (o deformando
esa parte) de la isla. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un banco de
plaza. Nunca el viento, la luz del sol, esas materias siempre nuevas para la
piel y los ojos, y también el chico y la mujer, únicos, puestos ahí para
alterar la isla, para mostrármela de otra manera. En fin, bien podía suceder
que también el hombre del diario estuviera atento a lo que pasaba y sintiera
como yo ese regusto maligno de toda expectativa. Ahora la mujer había girado
suavemente hasta poner al muchachito entre ella y el parapeto, los veía casi de
perfil y él era más alto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo
sobraba, parecía como cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de
plumas), aplastándolo con sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire.
¿Por qué esperar más? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no
entrara el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un
espacio demasiado gris...
Levanté la cámara,
fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de
que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la
vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al
seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve
que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al
chico, de quitarle fibra a fibra sus últimos restos de libertad, en una
lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles (ahora asoma una
pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo), preví la llegada a la casa (un
piso bajo probablemente, que ella saturaría de almohadones y de gatos) y
sospeché el azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de
dejarse llevar fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que
los cerré, puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con
dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, en una cama
que tendría un edredón lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa,
verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría
como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del
adolescente no pasara, no la dejaran pasar, de un largo proemio donde las
torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera
quién sabe en qué, en un placer por separado y solitario, en una petulante
negativa mezclada con el arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia
lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un
amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender
si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de
excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.
Michel es culpable de
literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar
excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes.
Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para
acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo
durante muchos días, porque soy propenso a la rumia, decidí no perder un
momento más. Metí todo en el visor (con el árbol, el pretil, el sol de las once)
y tomé la foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta y
que me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella
irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados,
ignominiosamente presos en una pequeña imagen química.
Lo podría contar con
mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a
tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara el rollo de película.
Todo esto con una voz seca y clara, de buen acento de París, que iba subiendo
de color y de tono a cada frase. Por mi parte se me importaba muy poco darle o
no el rollo de película, pero
Cualquiera que me
conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es
que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está
prohibida en los lugares públicos sino que cuenta con el más decidido favor
oficial y privado. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el
chico se replegaba, se iba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe
(parecía casi increíble) se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que
caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto,
perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana.
Pero los hilos de la
Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel tuvo que aguantar
minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido e imbécil, mientras se
esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con simples movimientos de
cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la
portezuela de un auto. El hombre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo
entonces comprendí que jugaba un papel en la comedia.
Empezó a caminar
hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había pretendido leer. De lo
que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la boca, le cubría la cara
de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque la boca le temblaba y la
mueca iba de un lado a otro de los labios como una cosa independiente y viva,
ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo, payaso enharinado u hombre
sin sangre, con la piel apagada y seca, los ojos metidos en lo hondo y los
agujeros de la nariz negros y visibles, más negros que las cejas o el pelo o la
corbata negra. Caminaba cautelosamente, como si el pavimento le lastimara los
pies; le vi zapatos de charol, de suela tan delgada que debía acusar cada
aspereza de la calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no sé bien por
qué decidí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que adivinaba miedo
y cobardía. El payaso y la mujer se consultaban en silencio: hacíamos un
perfecto triángulo insoportable, algo que tenía que romperse con un chasquido.
Me les reí en la cara y eché a andar, supongo que un poco más despacio que el
chico. A la altura de las primeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me
volví a mirarlos. No se movían, pero el hombre había dejado caer el diario; me
pareció que la mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra,
con el clásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida.
Lo que sigue ocurrió
aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto piso. Pasaron varios
días antes de que Michel revelara las fotos del domingo; sus tomas de la
Conserjería y de la Sainte-Chapelle eran lo que debían ser. Encontró dos o tres
enfoques de prueba ya olvidados, una mala tentativa de atrapar un gato
asombrosamente encaramado en el techo de un mingitorio callejero, y también la
foto de la mujer rubia y el adolescente. El negativo era tan bueno que preparó una
ampliación; la ampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi
como un afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que
sólo las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la
instantánea en la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó la
ampliación en una pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola y
acordándose, en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a
la perdida realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, donde nada faltaba,
ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena. Estaba la
mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo
como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidas en una sola materia
inseparable (ahora pasa una con bordes afilados, corre como en una cabeza de
tormenta). Los dos primeros días acepté lo que había hecho, desde la foto en sí
hasta la ampliación en la pared, y no me pregunté siquiera por qué interrumpía
a cada rato la traducción del tratado de José Norberto Allende para reencontrar
la cara de la mujer, las manchas oscuras en el pretil. La primera sorpresa fue
estúpida; nunca se me había ocurrido pensar que cuando miramos una foto de
frente, los ojos repiten exactamente la posición y la visión del objetivo; son
esas cosas que se dan por sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde
mi silla, con la máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres
metros, y entonces se me ocurrió que me había instalado exactamente en el punto
de mira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfecta
de apreciar una foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener sus encantos y
aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo cuando no encontraba
la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende decía en tan
buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a
veces el chico, a veces el pavimento donde una hoja seca se había situado
admirablemente para valorizar un sector lateral. Entonces descansaba un rato de
mi trabajo, y me incluía otra vez con gusto en aquella mañana que empapaba la
foto, recordaba irónicamente la imagen colérica de la mujer reclamándome la
fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la entrada en escena del
hombre de la cara blanca. En el fondo estaba satisfecho de mí mismo; mi partida
no había sido demasiado brillante, pues si a los franceses les ha sido dado el
don de la pronta respuesta, no veía bien por qué había optado por irme sin una
acabada demostración de privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo
importante, lo verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a
tiempo (esto en caso de que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba suficientemente
probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puro entrometido le había
dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo para algo útil; ahora estaría
arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre. Mejor era eso que la
compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en la isla; Michel es
puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la fuerza. En el fondo,
aquella foto había sido una buena acción.
No por buena acción
la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese momento no sabía por
qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en la pared; quizá ocurra así
con todos los actos fatales, y sea esa la condición de su cumplimiento. Creo
que el temblor casi furtivo de las hojas del árbol no me alarmó, que seguí una
frase empezada y la terminé redonda. Las costumbres son como grandes herbarios,
al fin y al cabo una ampliación de ochenta por sesenta se parece a una pantalla
donde proyectan cine, donde en la punta de una isla una mujer habla con un
chico y un árbol agita unas hojas secas sobre sus cabezas.
Pero las manos ya
eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé réside dans
la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés—y vi la mano de la
mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no quedó nada, una
frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que cae
al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla. El chico había agachado
la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden más y esperan el golpe de desgracia;
se había alzado el cuello del sobretodo, parecía más que nunca un prisionero,
la perfecta víctima que ayuda a la catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al
oído, y la mano se abría otra vez para posarse en su mejilla, acariciarla y
acariciarla, quemándola sin prisa. El chico estaba menos azorado que receloso,
una o dos veces atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía hablando,
explicando algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde Michel
sabía muy bien que estaba el auto con el hombre del sombrero gris,
cuidadosamente descartado en la fotografía pero reflejándose en los ojos del
chico y (cómo dudarlo ahora) en las palabras de la mujer, en las manos de la
mujer, en la presencia vicaria de la mujer. Cuando vi venir al hombre, detenerse
cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado
y exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la
plaza, comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía
que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa
gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente
inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba
a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la
realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía
ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su
terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante,
seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la
vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan
simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las
lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer
nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una
fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que
iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos
tan lejos unos de otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas
vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía,
ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y
yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto
piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño, de ser nada
más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban
a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de
que el chico mirara otra vez al payaso enharinado y yo comprendiera que iba a
aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que
huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una
pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de
perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un
inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se
tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo
segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, el
árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil
salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida iba
creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que la cámara giró un poco, y
sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con
los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, entre sorprendido y
rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en ese instante alcancé a ver
como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de la
imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa
de escaparse, lo veía corriendo, otra vez en foco, huyendo con todo el pelo al
viento, aprendiendo por fin a volar sobre la isla, a llegar a la pasarela, a
volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba
a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a
ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer
se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de
la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía
temblar una lengua negra, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al
primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que
borraba la isla, el árbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé
la cara y rompí a llorar como un idiota.
Ahora pasa una gran
nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda
por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente
limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto. Fue
lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, y
después una nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y
se perdía por la derecha. Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris,
todo es una enorme nube, y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia,
largo rato se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco
el cuadro se aclara, quizá el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a
tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión.