domingo, 20 de diciembre de 2015

FINALES DE NARRATIVA II Seleccionados



Alumna: Natalia Paola Codina

b)

            Umberto Eco y Jonathan Culler ofrecen dos miradas contrapuestas sobre los conceptos de interpretación y sobreinterpretación. Eco plantea que, si bien “no hay reglas que permitan saber qué interpretaciones son las mejores, existe al menos una regla para averiguar cuáles son las malas”[1]. Para esgrimir tales afirmaciones, Eco remite a un criterio de economía textual. Este planteo se basa en la suposición de que las analogías entre indicios  son válidas en tanto no puedan explicarse de otro modo más económico ya que, en caso contrario, estaríamos incurriendo en el campo de la sobreinterpretación. Tal parece que, para Eco, no es posible cualquier analogía, los límites son necesarios; y sus transgresiones, peligrosas, ya que destruyen la coherencia interna del texto, dejándolo a merced de los incontrolables impulsos del lector.
             Si nos detenemos en el cuento La fiel infantería, de Arturo Pérez Reverte y lo miramos desde la perspectiva de Eco, podríamos afirmar que precisamente es eso lo que ocurre en el texto puesto que, en el caso de desprenderse de la obra de Velázquez un lector modelo, seguramente no coincidiría con la “lectura” que el cuento realiza del óleo. Este lector se apoya en los indicios, pero para pronunciar otros sentidos, hace del detalle lo general y de las figuras en primer plano una caricatura; toma el nombre de la obra pero lo combina de manera tal que destruye el principio de economía propuesto por Eco.
            Ahora bien, Jonathan Culler plantea algo distinto para pensar los mismos asuntos. Para Culler “La interpretación no necesita defensa, siempre está con nosotros, pero, como la mayoría de las actividades intelectuales, sólo es interesante cuando es extrema”[2]. De manera que en tanto más extrema sea una interpretación, más posibilidades tendrá de realizar conexiones interesantes y establecer hallazgos que una práctica moderada por límites rígidos. Basándose en los estudios de Wayne Booth, Culler opone  los conceptos de interpretación y sobreinterpretación, desarrollados por Eco; a los de comprensión y superación, desarrollados por Booth. Culler sostiene que si la compresión consiste en encontrar las preguntas contenidas en el texto –lo que, en términos de Eco sería permitir que el texto “produzca” su lector modelo-, la superación “consiste en hacer preguntas que el texto no plantea a su lector modelo” (Culler: 132).
            Volviendo al texto de Pérez Reverte, podemos afirmar que estamos también frente a un claro hecho de superación, ya que las otras preguntas (y respuestas), las que la obra no plantea, permiten la creación del hecho literario. Porque se nos cuenta una historia construida a través del indicio lejano e incomprobable, de rostros que no se ven pero que nos hablan, desde allí,  en la profundidad de la tela:

“Échenle un vistazo tranquilo al lienzo, sin prisas, e intenten reconocernos. Somos la humilde parcheada piel sobre la que redobla toda la ilustre vitola de los generales y los reyes que posan de perfil para las monedas, los cuadros y la Historia

La lectura del cuadro Velázquez que se desarrolla en el texto homónimo de Pérez Reverte da como resultado un juego textual,  produce otro texto, supera –por así decirlo- las aspiraciones de una interpretación, hacen de la ausencia de signos un lugar de enunciación. El cuento de Pérez Reverte es, sin dudas, una interpretación extrema. Y podemos afirmar, junto con Culler, que hubiera sido “realmente triste que el miedo a la sobreinterpretación nos llevara a evitar o reprimir el estado de asombro por el juego de textos e interpretación” (Culler: 142).

c)
            En su texto, La muerte del autor, Roland Barthes plantea que la escritura es un “lugar neutro, compuesto, oblicuo, (...) en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”[3]. Ante la pregunta ¿Quién habla allí, en el texto? La respuesta es: una categoría ficcional, una voz que, en el momento de ingresar en la enunciación literaria, pierde su identidad de origen.
            Pensemos, por ejemplo, en la novela de Muriel Barbery: La elegancia del erizo. Allí tenemos a Renée, una portera de 54 años versada en filosofía, gramática, literatura,
música clásica y cine que, sin embargo, mantiene oculto su extraordinario saber. Tenemos también a Paloma, una niña superdotada de 12 años que elabora cínicas reflexiones dignas de una exuberante inteligencia. Reflexionemos un instante, y no  tardarán en llegar las primeras hipótesis: Una portera puede ser una persona formada, pero ¿tanto?, una niña de doce años puede tener un coeficiente alto pero ¿podrá expresarse de ese modo respecto de sus afectos más cercanos?  El propio texto y su formato nos sugieren la pregunta barthesiana: ¿Quién habla allí? ¿Debemos aceptar como lectores la existencia de personajes que rozan lo inverosímil? ¿Acaso la autora empírica, Muriel Barbery -profesora de filosofía- no aparece en nuestro pensamiento? ¿Debemos asumir, en este caso, la voz narradora como una prolongación del autor empírico? A tales disquisiciones, Barthes plantearía que el texto no posee un secreto, un único sentido a descubrir, sino muchos. El auténtico lugar de la escritura no reside en la voz, sino en la lectura. Por lo tanto,  y siguiendo Barthes, podríamos afirmar que no importa quién habla.
Ahora bien, “existe alguien que entiende cada una de las palabras por su duplicidad, y además entiende, por decirlo así, incluso la sordera de los personajes que están hablando ante él: ese alguien es, precisamente, el lector...” (Barthes: Op. Cit.). De modo tal que la(s) respuesta(s) a estos interrogantes estarán en la lectura; lo que nos devuelve al texto, cito:

“Y entonces por poco me delato como una tonta.
- Deberías leer La ideología alemana- (...) Para comprender a Marx y comprender porque está equivocado hay que leer La ideología alemana. (...)  Pero Antoine Pallières, (...) me mira desconcertado por mis extrañas palabras. Como siempre, me salva la incapacidad que tienen los seres de dar crédito a todo aquello que hace añicos los marcos que compartimentan sus mezquinos hábitos mentales.[4] Una portera no lee la ideología alemana y, por lo tanto, no podrá de ninguna manera citar la undécima tesis sobre Feuerbach”
           
            Podemos preguntarnos entonces si nuestras primeras hipótesis nos ubican del lado del Antoine Paillières, o del de Renée. Podemos adherir, luego, a la imposibilidad de un discurso que destruye la verosimilitud de un personaje o aceptar, en cambio, la subjetividad de Renée como posible, entre otras lecturas. Podemos, en suma,  realizar nuestro recorrido por el texto hasta construir (una, y no la) unidad textual. Este asumir la lectura como un proceso activo no implica para Barthes una pérdida del sentido sino un posicionamiento frente al texto que ubica al lector como escritor.
            La novela de Barbery nos convoca –al igual que el artículo de Barthes-  a problematizar estereotipos: una doctora en letras que “no es lo que se dice una lumbrera, pero tiene cierta cultura”, una mucama (Manuela) “a la que veinte años malgastados en limpiar el polvo en casas ajenas no han despojado de su elegancia”. Si nos concedemos la licencia de pensar la historia de la calle Grenelle como una metáfora de la lectura -y a Renée y Paloma como textos- diremos que el verdadero arquetipo del lector barthesiano está en el personaje de Kakuro Ozu, en la sutileza de su mirada, en descubrir otro sentido en base a los mismos datos que toda la comunidad del edificio posee:

“Me detengo en mitad de la acera, del todo sobrecogida.
-no me han reconocido- repito.
Él se detiene, a su vez, mi mano no se ha movido de su brazo.
- Es porque no la han visto nunca- me dice-. Yo la reconocería en cualquier circunstancia.”
           
            Es la mirada de Kakuro la que construye a ambos personajes como especiales. Y quizás porque el sentido de los textos no está en su origen sino en su destino es que  Kakuro llega a ver (y leer) lo que otros no.




[1] Eco, Umberto,  “Interpretación e historia” (Pág. 63) en Interpretación y sobreinterpretación, Cambridge University Press, España, 1995.

[2] Culler, Jonathan, “En defensa de la sobreinterpretación” (Pág. 128), Op. Cit.

[3] Barthes, Roland, La muerte del autor, fuente: http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelaescriba/n51/articulo-4.html
[4] El subrayado es mío.
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Alumno: Gastón Navarro


a)   Leer el cuento de Arturo Pérez Reverte La fiel infantería.
Aún no se había inventado la fotografía; pero aquel tipo, Velázquez, recogió el momento. Estábamos allí, engalanados como para el Corpus, y a lo lejos Breda estaba en llamas. La verdad es que nos habíamos ganado a pulso el asunto, después de ocho meses dale que te pego, tragando miseria en los parapetos; cavando trincheras, zapa va y zapa viene, con los holandeses haciendo salidas y acuchillándonos en cuanto cerrábamos un ojo. Pero allá ondeaba, en el campanario, el lienzo blanco, grande como una sábana. Al final les habíamos roto el espinazo.

Nos alinearon en el centro, capitanes delante, guardia de piqueros y mosquetes a la derecha, más o menos en orden, aupándonos sobre la punta de los pies para verle la jeta a los holandeses. El capitán Urbieta nos puso en las filas delanteras a los que teníamos la ropa menos harapienta, empeñado como estaba en que impresionásemos al enemigo con nuestra marcial apariencia. La revista de la mañana había sido un calvario: diez azotes por cada falta de aseo y descuido en la vestimenta. Como dijo Antonio Muñoz, mi paisano, para qué puñetas queremos impresionarlos más, capitán, después de que los hemos fastidiado así de bien, que hasta se rinden, los herejes. Si eso no es impresionar a esos hideputas, que baje Cristo y lo vea. Y Urbieta, la mano en el pomo de la espada, mordiéndose el bigote para mantenerse serio, recetando cinco latigazos y medio rancho para el pobre Antonio, por bocazas y por meter al hijo de Dios en estos lances.

El caso es que allí estábamos, en aquel cerro que se llamaba Vangaast o Vandaart o algo por el estilo, con una treintena de picas y otros tantos mosquetes como guardia de honor, con las banderas de los tercios y toda la parafernalia. El resto de las compañías en línea ladera abajo, la cruz de San Andrés desplegada sobre los morriones de nuestros piqueros, lanzas y más lanzas, y mosquetes, que era un gusto mirarlos hasta el llano donde estaba la artillería apuntando al valle y la ciudad. Y al fondo, difuminada y azul entre el humo de los incendios, con manchas de sol que iban y venían entre las motas grises de las fortificaciones y los edificios, Breda a nuestros pies.

Sitúense ante el cuadro y miren a los holandeses, a la izquierda del lienzo. Observen sus caras. Habían subido la cuesta despacio, tomándose su tiempo, como si los que iban a rendirse fuéramos nosotros. Y Justino de Nassau endomingado como para una boda, bajándose del caballo con cara de asistir a su propio funeral, mirando alrededor como un sonámbulo, intentando digerir la humillación mientras procuraba mantener el porte digno. Al pobre diablo le temblaba la mano que sostenía la llave de la ciudad. Algunos de sus oficiales eran muy jóvenes, demasiado para emplearlos en negocio como la guerra, crecidos en campos fértiles, con llanuras y ríos y graneros bien abastecidos, comiendo caliente desde renacuajos. Burgueses cebados y con mucho que perder. Había uno de sus cachorros, rubio e imberbe, jovencito, con casaca blanca y manos de damisela que, aunque destocado por el protocolo, miraba con desprecio nuestras botas con remiendos, las barbas mal rapadas, nuestras caras de lobos flacos, peligrosos y arrogantes. Y hasta tal punto galleaba el mozo que mi capitán Urbieta, que tenía el genio vivo, empezó a retorcerse el mostacho y a acariciar el pomo de la espada, sugiriendo una sesión privada de esgrima. Un compañero del holandés captó el gesto y, poniendo la mano en el hombro del joven oficial, lo reconvino en voz baja hasta que éste bajó los ojos humillado y furioso, a punto de romper en lágrimas. Demasiado tierno, como casi todos ellos. Así les había ido la feria.

A la derecha estamos nosotros; mi lanza es la tercera por la izquierda. En torno sonaban redobles, cascos de cabalgaduras, capitanes dando órdenes como latigazos. Y allí, descabalgando, nuestro general, con media armadura negra rematada en oro, cuello de encaje y banda carmesí, el apunte de una sonrisa en los labios, Ambrosio Spínola, el viejo zorro. Con aire de circunstancias, pero disfrutando por dentro el espectáculo. Al fin y al cabo, aquélla era su fiesta.

Lo que son las cosas de la vida. Cuando la gente se para ante el cuadro, en el museo, son Spínola y el holandés, el jovencito imberbe y la plana mayor de nuestro general, quienes acaparan todas las miradas. Nosotros só1o somos el decorado, el te1ón de fondo de una escena en la que hasta el caballo de don Ambrosio, sus cuartos traseros, parece tener más importancia. Y sin embargo, allí en Breda como antes en Sagunto, Las Navas, Otumba o Pavía, o después en los Arapiles, Baler, Annual o Belchite, quienes en realidad hacíamos el trabajo duro éramos nosotros. Los nombres dan igual, porque durante siglos fuimos siempre los mismos: Antonio de Úbeda, Luis de Oñate, Álvaro de Valencia, Miguel de Jaca, Juan de Cartagena... Con la España que teníamos a la espalda, no había otra solución que huir hacia adelante. Por eso éramos, qué remedio, la mejor infantería del mundo. Secos y duros como la ingrata tierra que nos parió, hechos al hambre, al sufrimiento y la miseria. Crecidos sabiendo lo que cuesta un mendrugo de pan. Viendo al padre, y al abuelo, y a los hermanos mayores, dejarse las uñas en los terrones secos, regados con más sudor que agua. A la madre silenciosa y hosca, atizando el miserable fogón. Salidos de ocho siglos de acogotar moros o de acuchi1larnos entre nosotros, crueles e inocentes a un tiempo, traídos y llevados a través del tiempo y de los libros de Historia so pretexto de tantas palabras huecas, de tantos mercachifles disfrazados de patriotas, de tantas banderas a cuánto la vara de paño de Tarrasa, de tantas fanfarrias compuestas por filarmónicos héroes de retaguardia. Fíjense en nosotros: siempre al fondo y muy atrás, perdidos, anónimos como siempre, como en todos los cuadros y todos los monumentos y todas las fotos de todas las guerras. Soldados sin rostro y sin nombre, carne de cañón, de bayoneta, de trinchera. La pobre, sudorosa y fiel infantería. Después, en los primeros planos y sobre los pedestales de las estatuas siempre aparecen otros: los Spínola que nunca se manchan el jubón, y que aún tienen humor y elegancia para decirle al holandés no, don Justino, faltaría más, no se incline. Estamos entre caballeros. El resto queda para nosotros: cruzar un río helado entre la niebla, en camisa para confundirnos con la nieve, la espada entre los dientes minados por el escorbuto. Levantarse y correr ladera arriba con la metralla zumbando por todas partes, porque al capitán, aunque es una mala bestia, nos da vergüenza dejarlo ir solo. Quedarte sin municiones en la Puerta del Carmen de Zaragoza y empalmar la navaja tarareando una jotica para tragarte el miedo, mientras los gabachos se acercan para el último asalto. Hacerse a la mar porque más vale honra sin barcos, dicen, en buques de madera ante los acorazados de acero yanquis. Morir de fiebre en la manigua, degollado en Monte Arruit por la ineptitud de espadones con charreteras. O cruzar el Ebro con diecisiete años mientras la artillería te da candela, el fusil en alto y el agua por la cintura, con los compañeros yéndose río abajo mientras en la orilla los generales y los políticos posan para los fotógrafos de la prensa extranjera.

Échenle un vistazo tranquilo al lienzo, sin prisas, e intenten reconocernos. Somos la humilde parcheada piel sobre la que redobla toda esa ilustre vitola de los generales y los reyes que posan de perfil para las monedas, los cuadros y la Historia. Y cuántas veces, en los últimos doscientos o trescientos años, no habremos visto ante nosotros, mirando con fijeza hacia el modesto rincón que ocupamos en el lienzo, un rostro de campesino, de esos arrugados y curtidos por el sol como cuero viejo. Un rostro parado ante el cuadro con aire tímido y paleto, dándole vueltas a la boina o el sombrero entre las manos nudosas, encallecidas, de uñas rotas. Los ojos de un hombre indiferente a la escena central del cuadro, buscando aquí atrás, en la modesta parte derecha de la composición, al fondo, bajo las lanzas, entre nosotros, una silueta confusa, familiar. Tal vez la de aquel hijo al que una vez acompañó un trecho por el sendero que conducía al pueblo, llevándole el hato de ropa o la maleta de cartón, liándole el primer cigarro. El hijo al que, ya parado en el último recodo, vio alejarse con su pelo al rape, las alpargatas y el traje de domingo, llamado a servir al rey. Hacia una guerra lejana e incomprensible de la que no habría de volver jamás.

Fíjense en el cuadro de una maldita vez. Nosotros le dimos nombre y apenas se nos ve. Nos tapan, y no es casualidad, los generales, el caballo y la bandera.



b) ¿De qué modo podés relacionar las ideas trabajadas por Umberto Eco (Interpretación e historia, La sobreinterpretación de textos) y Jonathan Culler (En defensa de la sobreinterpretación) en sus conferencias con el cuento del escritor español?

Alguien dijo luego de crear: “La obra ya no es mía, le pertenece a todo aquel que desee apropiarse de ella”. En este sentido, todo aquel es en realidad el otro que no es la obra artística, pero que puede dar cuenta de ella mediante la irrupción del goce, del rechazo o bien la articulación del binomio objetividad/subjetividad asociado al resultado de una significación: instancias partícipes alcanzadas por la dirección de una mirada, una lectura o una interpretación. Si focalizamos nuestra atención sobre este último accionar, descubrimos que las ideas concernientes a determinar qué dice y qué calla (o qué dice al callar) una creación estética, específicamente un producto literario −es decir, cómo se debe interpretar el significado cautivo dentro de un texto y cuándo detener los alcances de esa interpretación−, terminan por entrecruzarse y adicionarse unas con otras, o bien se contraponen de acuerdo con el criterio utilizado en el análisis interpretativo. Si intentamos acercarnos aún más a las ideas sobre la interpretación nos encontramos con tres marcaciones teóricas fundadas a partir del registro desde el cual se concentra su lógica deductiva: la intención del autor, la intención del intérprete y la intención del texto.
En las conferencias Interpretación e historia y La sobreinterpretación de los textos, Umberto Eco trabaja con ciertos lineamientos reflexivos posicionados sobre todo en la generación de sentido instaurada a partir de la intención del texto. Para Eco, su posición de ninguna manera es azarosa; proviene de la composición inherente al modelo semiótico utilizado en el estudio de los signos, y por el cual instala, en tanto procedimiento analítico, la suposición de una instancia ilimitada de interpretación: las dos conferencias del escritor italiano experto en semiótica persiguen como objetivo limitar la interpretación de los textos, o mejor, de evitar malas interpretaciones que en su terminología sería aplicar sobre un texto una sobreinterpretación.
Si consideramos estas pautas teóricas y las vinculamos con el cuento La fiel infantería de Arturo Pérez Reverte podemos descubrir que en él opera esta lógica de extrapolación “inexacta” o de sobreinterpretación de la que habla Eco. El cuento del escritor español relata y descifra en clave interpretativa el cuadro del pintor barroco Diego Velázquez, La rendición de Breda, pintado entre los años 1634 y 1635. En líneas generales, toda la narración resulta ser una gran interpretación de otro texto (si pensamos en un sentido amplio del término) y que retrata en su diseño estético un momento histórico, la rendición de los holandeses en la denominada guerra de Flandes. En lo particular, el cuento habilita una lectura que bien podría romper con la coherencia referencial que articula y funda el relato, es decir, el método basado en “la individualización de las relaciones de simpatía que vinculan entre sí el microcosmos y el macrocosmos”, aquí el autor empírico y el episodio histórico. El narrador de La fiel infantería, personaje protagonista del relato e integrante oculto en el cuadro de Velázquez, propone una lectura interpretativa sobre los motivos (injustos motivos) por los cuales se impide la visualización pictórica de los verdaderos hacedores de la victoria, la infantería española, quienes permitieron finalmente obtener de manos Justino de Nassau la llave de la ciudad de Breda. Si como dice Umberto Eco “la intención del texto es básicamente producir un lector modelo capaz de hacer conjeturas sobre él”, estas conjeturas promovidas por el lector modelo deberían verse justificadas por los elementos que forman parte del mismo texto. Lo cierto es que el objeto que persigue la interpretación que propone el narrador del cuento de Pérez Reverte contiene la inclinación propia que hace proclive una sobreinterpretación, es decir, los indicios son y forman la clave analítica de un sistema que transforma en viables ciertos indicadores que de otro modo podrían resultar inconexos o fuera de rango. Tanto la alineación de la infantería, el episodio entre el joven rubio e imberbe y el capitán Urbieta o el intercambio protocolar entre los jefes de ambos bandos, bien podrían explicarse de una forma antagónica o simplemente diferente a la propuesta por la narración del cuento. La interpretación “fuerza” la coherencia vincular entre la intención del texto y la intención del intérprete, el lector, lo que sería para el teórico experto en semiótica arribar a una conclusión incorrecta.
Por su parte, en la conferencia En defensa de la sobreinterpretación, Jonathan Culler señala que el mayor atractivo a la hora de elaborar interpretaciones reside precisamente en trabajar con un tratamiento analítico del tipo extremo porque en su opinión los resultados “gozarán (…) de una mayor posibilidad de sacar a la luz conexiones o implicaciones no observadas o sobre las que no se ha reflexionado con anterioridad”. La diferencia primordial entre las ideas trabajadas por Eco, tendientes a encuadrarse por dentro de los límites de lo que él llama una interpretación “sana y moderada”, y las de Culler, impulsoras de aquellas interpretaciones más arriesgadas, es que las preguntas que se le realizan al texto “no son necesarias para la comunicación normal, pero (…) nos permiten reflexionar sobre su funcionamiento.”. Es decir, una interpretación del tipo extrema se propone desentrañar el accionar menos visible y más cautivo pero que habita en todo texto. Para ajustar mejor las palabras con sus reflexiones propone reemplazar los opuestos interpretación y sobreinterpretación, por los de comprensión y superación. La comprensión sería lo que Eco señala como el modelo lector y sus consecuentes preguntas que el mismo texto fomenta, en cambio, la superación sería para Culler hacer las preguntas que el texto no pide pero que el lector modelo sí realiza en la interpretación. La interpretación “superadora”  no es la simple recreación del texto base, sino aquello que lo antecede y permite su creación del modo y con la forma con que está elaborado, en otras palabras:constituye una tentativa de relacionar un texto con los mecanismos generales de la narrativa, la figuración, la ideología, etcétera.”.
En relación con el cuento La fiel infantería, la propuesta de Jonathan Culler interpela la creación de Velázquez, a partir de la cual se le dio vida narrativa, preguntándole (y respondiendo desde el relato), por ejemplo, sobre el esquema de poder vigente en Europa durante la época post medieval. O también interpelando y respondiendo sobre el uso y abuso de autoridad establecidos en las relaciones de mando entre capitanes, guardia de piqueros y mosquetes (la infantería); o bien señalando el dolor y la humillación de la derrota en una guerra; o la manipulación descarnada de la energía desplegada por una generación de jóvenes que nada entendían de la crueldad del campo de batalla; o la negación implícita en la intencionalidad promovida por el ocultamiento de los verdaderos héroes de batalla; o la síntesis histórica en la conformación de una nación, en fin, por la lealtad nunca desfigurada, ni siquiera por las imposiciones trazadas por los caprichosos colores de un pincel barroco.
En resumen, debido a la exaltación y el estado de asombro puesto al servicio de la interpretación (Culler), por un lado, o a la precisión interrogativa en el análisis textual (Eco), por otro lado, La fiel infantería de Arturo Pérez Reverte, trabaja un decir oculto (pero no por eso indeseado) o explícito en su propuesta de lectura narrativa a partir de la obra de Diego Velázquez. 

c) Durante la cursada abordamos la problemática de la noción de autor desde, por lo menos, tres perspectivas: Barthes (La muerte del autor), Foucault (¿Qué es un autor?) y Benjamin (El autor como productor). A partir de alguna de estas presentaciones, desarrollar el tema en función de alguna de las obras literarias trabajadas durante el cuatrimestre. A su vez, y en caso de considerarlo oportuno o solidario con el análisis, es aceptable la cita o la justificación mediante algún pasaje de la versión fílmica inspirada en el texto elegido.

En La muerte del autor, Roland Barthes reflexiona sobre el lugar preciso donde deben ubicarse las reflexiones modernas vinculadas con la figura de autor y las explicaciones referidas a los alcances hipotéticos de la escritura. Las ideas de Barthes apuntan a superar los postulados teóricos tendientes a reducir a una simple ecuación de carácter transitivo las explicaciones que de una obra literaria se pueden obtener cuando se intenta asociar de manera concluyente que en su productor, es decir, en su autor, se encuentra transparentada toda deducción posible de ese material escrito. El ensayista y filósofo francés apuesta a trasladar y concentrar el análisis crítico sólo en la escritura, así lo expresa: “(…) es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad –que no se debería confundir en ningún momento con la objetividad castradora del novelista realista– ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa, ‘performa’ (…)”. En Memorias del subsuelo de Fedor Dostoievski, la estrategia narrativa parece poner en duda lo señalado anteriormente por Barthes: en su primera página una nota al pie firmada por el autor empírico, el productor, el escritor, anuncia que tanto el narrador y los demás personajes que aparecen en la obra son ficticios (“Ni hace falta decir que tanto estas Memorias como su autor son ficticios…”). Pero a decir verdad, esa presencia a la luz de los lineamientos teóricos propuestos, indica la correspondencia, no de un autor, sino de ese componente constructivo del lenguaje, el cual es el verdadero protagonista de este y de cualquier otro texto literario. Por otra parte, en La muerte del autor se consolida una posición que revela la multiplicidad de dimensiones de sentido actuantes en un texto: “Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, (…) sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura.”. En la novela, las citas provenientes de la cultura son, sólo para mencionar algunas, el racionalismo utópico que envolvía a la Unión Soviética y a la corriente marxista de pensamiento.
Entonces, el escritor tiene en su poder, más que crear de forma original un texto, entrelazar, mezclar, unir escrituras que culturalmente le son previas en tanto configuración lingüística y social. En Memorias del subsuelo la actualización de esas escrituras pretéritas conlleva a la estructuración de una idea en donde el fracaso de la Modernidad justifica el carácter bajo y antiheroico del narrador protagonista. Desde esta perspectiva la novela puede leerse en clave paródica en función con las promesas de progreso ilimitado que definieron aquel pasado histórico. En consecuencia, el lector cobra un papel interpretativo fundamental en tanto mediador y posterior agente de significación de la obra. Roland Barthes profundiza sobre este aspecto:
(…) un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, un cuestionamiento; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; él es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito.

Lo expresado anteriormente se ve reflejado en las constantes referencias y/o interpelaciones que el narrador de la novela mantiene con su futuro lector: “¿Les parece que estoy tratando de justificarme, de pedirme que me perdonen? ¿Piensan que estoy tratando de hacerlos reír?” (p.9); “¿Les molesto? ¿Les destrozo el corazón? ¿No dejo dormir a nadie? Muy bien, sigan despiertos… ¿Todavía no se entiende lo que quiero decir?” (p. 19);  “¡Interés! ¿Qué interés? ¿Pueden ustedes definir cuál es el interés del ser humano? (…) Y ahora díganme: ¿es posible un caso así? Pueden reír si lo desean pero quiero que me contesten lo siguiente: ¿hay una medida exacta para las ventajas humanas?” (p.25); “Tendrán que perdonarme, damas y caballeros, si me hago un embrollo con mis pensamientos.” (p. 32); “Y ahora quiero preguntarles algo: ¿qué se puede esperar del hombre, si se tiene en cuenta que es una criatura tan extraña?” (p. 35). El resultado de este diálogo permanente que la obra de Dostoievski mantiene con su virtual interlocutor, sumado a un contante devenir reflexivo que el narrador desarrolla sobre la filosofía, la política y el hombre moderno eleva el texto de modo tal que en su análisis crítico se lee también una forma en donde parecería volverse autoconsciente, desplegando estrategias discursivas propias de una certeza que busca mostrar todos sus alcances posibles: una construcción metaficcional en donde el carácter contradictorio del narrador construye un relato donde la pregunta sobre qué hacer interpela tanto al hombre de pensamiento como al hombre de acción.
La novela del autor ruso parece remediar en sus páginas esa carencia que Roland Barthes señala en la crítica clásica porque “no se ha ocupado del lector; para ella no hay en la literatura otro hombre que el que la escribe”. En Memorias del subsuelo están anunciados los indicadores que luego fueron formulados por la teoría literaria: “para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor.”. El subsuelo, las profundidades del hombre y de la literatura, es el lugar destinado para ese nacimiento.






Bibliografía

Barthes, Roland. “La muerte del autor”, en
http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelescriba/n51/articulo-4.html

Culler, Jonathan. “En defensa de la sobreinterpretación”, en Interpretación y sobreinterpretación, Gran Bretaña, Cambridge University Press, 1995,   pp. 127-146.

Dostoievski, Fedor. Memorias del subsuelo, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1967.

Eco, Umberto. “Interpretación e historia” y “La sobreinterpretación de textos”, en Interpretación y sobreinterpretación, Gran Bretaña, Cambridge University Press, 1995,   pp. 33-79.



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Alumna: Adriana A. Billone
Consignas:

a)   Leer el cuento de Arturo Pérez Reverte La fiel infantería.

b) ¿De qué modo podés relacionar las ideas trabajadas por Umberto Eco (Interpretación e historia, La sobreinterpretación de textos) y Jonathan Culler (En defensa de la sobreinterpretación) en sus conferencias con el cuento del escritor español?
c) Durante la cursada abordamos la problemática de la noción de autor desde, por lo menos, tres perspectivas: Barthes (La muerte del autor), Foucault (¿Qué es un autor?) y Benjamin (El autor como productor). A partir de alguna de estas presentaciones, desarrollar el tema en función de alguna de las obras literarias trabajadas durante el cuatrimestre. A su vez, y en caso de considerarlo oportuno o solidario con el análisis, es aceptable la cita o la justificación mediante algún pasaje de la versión fílmica inspirada en el texto elegido.

Respuestas:

b) El cuento de Pérez Reverte pone en primer plano la cuestión de la interpretación de la obra de arte, con la particularidad de que el acto interpretativo se redobla en sucesivos abordajes del tema original, a saber: el sitio de la ciudad de Breda llevado a cabo por los Tercios españoles en el año 1625.

Felipe IV había mandado a construir el Palacio del Buen Retiro como segunda residencia y lugar de recreo. Dentro del conjunto arquitectónico diseñado por Carbonel, se destacaba el Salón de Reinos, el cual, como salón del trono que era, tenía por objetivo impresionar a embajadores y miembros distinguidos de las demás cortes europeas que acudían a palacio, por lo que se encargó a Velázquez –entre otros artistas- un cuadro que retratara alguna gran victoria militar española para adornar con toda una serie de ellas el Salón. El pintor eligió como motivo la rendición de la ciudad de Breda. Los hechos a retratar se habían producido en 1625, cuando Velázquez estaba en Madrid trabajando para la corte. De modo que para componer el cuadro en cuestión (“La rendición de Breda” o “Las lanzas”, pintado entre 1634 y 1635), se basó en una comedia de Calderón de la Barca, llamada “El sitio de Breda”, escrita entre 1628 y 1634.

De modo que sobre la situación concreta del asedio de Breda por parte del ejército español tenemos:
1.      La interpretación de estos hechos en forma de una comedia por parte de Calderón de la Barca.
2.      La interpretación pictórica de Velázquez, basada, al menos parcialmente, en la obra dramática de Calderón.
3.      La interpretación narrativa de Pérez Reverte de la obra pictórica de Velázquez.
4.      Mi interpretación como lectora del cuento de Pérez Reverte.

Cabría preguntarse con qué espíritu fueron realizadas cada una de las primeras tres interpretaciones, para luego explicitar el criterio de la cuarta.

Velázquez, cuya subsistencia dependía del favor del Rey, no ignoraba que su pintura estaba destinada a ornamentar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, con el fin de apuntalar mediante la fama militar la incipiente decadencia del poder real.
La lectura de Calderón –poeta y soldado, pero también hijo de nobles-, pone el acento en la generosidad y caballerosidad de Spínola y en la dignidad de Justin de Nassau. No se relatan batallas en su comedia, salvo una, protagonizada por italianos. Los soldados españoles son realzados por su obediencia y desinterés, y nada se dice de la situación de extrema pobreza a la que estaban sometidos, la cual ya había producido amotinamientos en las tropas, al punto que la decisión de tomar Breda por parte de Spinola, aún contra la voluntad de Felipe IV, es posible que se debiese a la necesidad de prometer a los soldados una victoria que significase un enorme botín, como lo hubiera sido el saqueo de la rica ciudad de Breda luego del triunfo.

Según las expresiones de Frank Casa, profesor emérito de español de la Universidad de Michigan, cuyo campo de investigación ha sido el teatro español del Siglo de Oro:
Brown y Elliot en su libro sobre el Palacio del Buen Retiro afirman que este edificio constituye un esfuerzo para crear una diversión de la brutal realidad política, y para aliviar el espíritu melancólico de Felipe IV. Según estos autores, el gasto enorme que implicaba la construcción de este palacio representa otra diversión más importante: el expendio de enormes cantidades de dinero sacadas de una población más y más  empobrecida y apartada de las apremiantes necesidades del país para crear un oasis de
esplendor en el maremagno de la miseria. (Brown y Elliot, 1980: 86.) Siguiendo este deseo de encubrir y halagar a la vez, no sorprende entonces que Velázquez tomara de la obra de Calderón este delicado y emotivo incidente para transformar los desastres de la guerra en algo a la vez glorioso y halagüeño.”[1]


Frente a estas dos interpretaciones de los hechos, que –por distintas razones- terminan por coincidir, Pérez Reverte propone una reinterpretación cambiando el punto de vista. Para ello adopta una primera persona en la voz de un soldado pobre, y desde allí reconstruye el relato de la guerra, e incluso lo universaliza:
“El resto queda para nosotros: cruzar un río helado entre la niebla, en camisa para confundirnos con la nieve, la espada entre los dientes minados por el escorbuto. Levantarse y correr ladera arriba con la metralla zumbando por todas partes, porque al capitán, aunque es una mala bestia, nos da vergüenza dejarlo ir solo. Quedarte sin municiones en la Puerta del Carmen de Zaragoza y empalmar la navaja tarareando una jotica para tragarte el miedo, mientras los gabachos se acercan para el último asalto. Hacerse a la mar porque más vale honra sin barcos, dicen, en buques de madera ante los acorazados de acero yanquis. Morir de fiebre en la manigua, degollado en Monte Arruit por la ineptitud de espadones con charreteras. O cruzar el Ebro con diecisiete años mientras la artillería te da candela, el fusil en alto y el agua por la cintura, con los compañeros yéndose río abajo mientras en la orilla los generales y los políticos posan para los fotógrafos de la prensa extranjera.”[2]

Umberto Eco, en sus ensayos se inclina por una interpretación limitada por ciertas reglas, tendientes a conservar los elementos básicos de la obra y su ordenamiento general, para evitar los excesos interpretativos a los cuales juzga arbitrarios y finalmente sin sentido. Para apoyar su argumentación recurre a varios ejemplos prácticos, pero no explica claramente cómo discriminar qué elementos hay que conservar como referentes y cuáles pueden ser obviados para realizar una interpretación válida.
Contrariamente, J. Culler propone que sólo transgrediendo los límites es posible encontrar una interpretación interesante: una que no sea tautológica. Su propuesta es, entonces, no aceptar ninguna clase de límites en la interpretación.

¿Qué clase de interpretación hizo Pérez Reverte de la obra de Velázquez?
Sin duda el escritor ha tenido que revisar textos históricos para discurrir que había otros hechos asociados al sitio, además de los que describen el texto de Cervantes y la pintura de Velázquez, pero en ningún momento dejó de lado el hecho fundante de todas estas interpretaciones: hubo un asedio a la ciudad de Breda que resultó en la rendición de las fuerzas holandesas ante el ejército español. En este sentido, su posición interpretativa se acerca a la que propone Eco.

Por mi parte, y como conclusión, encuentro que todo texto –y también toda obra artística- es una interpretación de la realidad. No importa si alude a un objeto existente o no. En cualquier caso, la obra es un instrumento comunicativo que irrumpe en el mundo de un modo determinado, y eso implica cierto posicionamiento de parte del autor y, consecuentemente, también cierta lectura de la realidad (cierta interpretación) basada en una elección ética.
Del universo de significaciones que pueblan la realidad, el artista hace una selección y un ordenamiento (también una valoración), con base en su deseo -en el sentido psicoanalítico del término. Su obra es una respuesta a la lectura que produce de la realidad. Dicha obra va a abrir un diálogo donde otros sujetos se posicionarán éticamente para hacer su propia interpretación.
De aquí que considero más válido abordar la interpretación de una obra haciendo el intento de establecer la posición ética del autor y la propia, antes que abriendo un debate acerca de las reglas para construir una interpretación, dado que aquéllas siempre son exteriores al sujeto, y por tanto evasivas de la responsabilidad del intérprete.

Bibliografía:
ü     Umberto Eco, Interpretación e historia, La sobreinterpretación de textos. Capítulos 1 y 2 en “Interpretación y sobreinterpretación”. Compilación de Stefan Collini. Cambridge University Press. Traducción de Juan Gabriel López Guix. Prima Gráficas S. L. (España, 1995/1997)
ü     Jonathan Culler, En defensa de la sobreinterpretación. Op. Cit. Capítulo 5.
ü     Arturo Pérez Reverte, La fiel infantería, publicado en http://www.perezreverte.com/articulo/perez-reverte/287/la-fiel-infanteria/
ü     Frank Casa, Velázquez, Calderón y el sitio de Breda, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (2012). Edición digital a partir de Estudios de Teatro Español y Novohispano : Actas del XI Congreso de la Asociación Internacional de Teatro Español y Novohispano de los Siglos de Oro (septiembre 2003, Buenos Aires), Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filología y Literaturas Hispánicas, 2005, pp. 293-301
ü     José Ignacio Weber, Ética de la creación y de la lectura, en http://creatividadenmovimiento.org/2015/11/19/etica-de-la-creacion-y-de-la-lectura
ü     Simón A. Vosters, La rendición de Breda en la literatura y el arte de España, Tamesis Book Limited, London (1973), impreso en España por Talleres Gráficos de Ediciones Castilla S. A. (Madrid, 1974)

c)
La elegancia del erizo (Muriel Barbery) (2006)

De los tres textos propuestos por la cátedra para abordar la cuestión del autor en la narrativa, el primero en ser publicado es el de Benjamin, en el año 1934. Los otros dos fueron escritos en 1968 (Barthes) y en 1969 (Foucault),
Señalo esta particularidad temporal porque los textos de Barthes y de Foucault dialogan entre sí; discrepan a veces, otras coinciden y otras son complementarios porque abordan la misma cuestión.
En tanto Barthes y Foucault ponen en cuestión el estatuto mismo del autor, el texto de Benjamin responde a otro problema: Walter Benjamin toma al autor como algo dado, y se pregunta por su función política.

La novela de Muriel Barbery, tiene la singularidad de invitar a ser abordada por cualquiera de las tres propuestas de análisis, y por eso la elijo.
Voy a comenzar por tomar el tema del autor como productor, ya que es evidente que Barbery aborda la relación entre la burguesía y la política como temas de su novela.
Tanto Paloma como Renée, ambas protagonistas de la novela, tienen una mirada ácida hacia los burgueses con los que conviven. Esta mirada se percibe incluso más allá de la construcción de los personajes, ya que hay más de un pasaje en el libro en el que cuesta creer el verosímil; cuesta trabajo suspender la incredulidad cuando se atribuyen a una niña de once años (por extraordinariamente inteligente que esta fuera) o a una mujer cuya educación es autodidacta, discursos que evidencian una educación académica avanzada y sistemática. Es inevitable en estos casos sospechar que quien habla allí es la profesora de filosofía (Muriel Barbery se dedicaba a enseñar filosofía cuando la sorprendió el éxito editorial de su primera novela “Una golosina”, en el año 2000). Pero no quiero adelantarme: la cuestión de “quién habla” en la novela lo voy a abordar luego, tomando a Barthes y a Foucault.
Volvamos entonces a la crítica que se hace de la burguesía, sin preguntarnos quién la hace.
Los burgueses son: prejuiciosos, hipócritas, estereotipados, vulgares, llevan vidas sin sentido. Lo único que hacen es reproducirse y reproducir el aparato que los ha creado. Su nivel de comprensión es pobre, y aún cuando son inteligentes, están dispuestos a comprar cualquier discurso en tanto tenga prestigio o esté de moda. Adoptan una moral falsamente ingenua: en palabras de Paloma, “son como todos los demás: chiquillos que no entienden qué les ha ocurrido y que van de duros cuando en realidad tienen ganas de llorar”. No tienen orgullo, sino soberbia. No tienen sensibilidad ni emociones. Se alienan en el consumo y son, en general, incapaces de vivir sin ser asistidos en lo básico. Y algunos son peores: cínicos, o mercaderes sin escrúpulos.
Ahora bien, ¿desde qué discurso se critica en esta novela a la burguesía? Desde un discurso académico, y por lo tanto, burgués. W. Benjamin podría decir, al respecto que: No basta con debilitar a la burguesía desde dentro, hay que combatirla con el proletariado”.[3]
Si enfrentamos esta obra a las preguntas que hizo Benjamin hace ya setenta años, a saber: “¿Logra favorecer la socialización de los medios espirituales de producción? ¿Ve caminos para organizar a los trabajadores espirituales en el proceso de producción? ¿Tiene propuestas para la transformación funcional de la novela, del drama, del poema?”[4], no la vemos salir airosa del desafío. Reconocemos en su discurso –aún cuando se aventura a criticar a Marx y al psicoanálisis, como si estuviera por encima de ellos-, el carácter “espiritual” apegado a la noción occidental de cultura, y pronto a fascinarse con el exotismo (en este caso encarnado por la cultura oriental), propio del romanticismo, el cual históricamente ha revelado ser funcional al capitalismo que criticaba.

Ahora voy a analizar la segunda cuestión, que es la del estatuto del autor en la novela.
Resulta claro que hay una profusa intertextualidad en juego, la cual en gran parte se explicita, aunque seguramente es más denso el tejido de citas implícito (incluidas las citas de las que quien escribe nada sabe: las referencias inconcientes). A lo largo de la obra se cita a filósofos, científicos, novelistas y aún escritores de cómic.
Desde esta simple observación, puede tomarse esta novela como un ejemplo de lo que afirma Roland Barthes, y postular que para que la novela exista, se hace necesaria la intervención del mítico lector universal[5] que recogería en sí la totalidad de los textos implicados en ella, constituyendo en su acto de lectura la unidad de la obra.
Cabe preguntarse: si la intertextualidad excede al autor y se prolonga hacia atrás en la historia de la literatura hasta lo impensable, ¿no estaríamos siempre en presencia de una única y misma obra? Resulta paradójico recordar aquí a Borges cuando en su Biblioteca de Babel imaginó un libro que fuera la cifra y el compendio de todos los demás, y también al “Hombre del Libro”, que resultaría análogo al lector pergeñado por Barthes.

Más complejo es abordar el texto de Michel Foucault, pues en principio él mismo nos advierte que no debemos confundir al sujeto con su función, al autor real con la función-autor.
Estamos entonces, en presencia de algo que “funciona”, algo dinámico. En este sentido, la teoría que construye Foucault es bastante distinta a la de Barthes, donde la infinitud de lo intertextual termina por sumirnos en la inmanencia: la obra termina por cristalizarse, por unificarse, en el acto de un lector mítico.
Foucault en cambio, nos habla de un sujeto-autor intermitente[6], que no deja de desaparecer en el acto de escritura, pero ello no anula su intervención. Por eso, se apresura a aclarar:
…“yo no he dicho que el autor no existía; no lo he dicho y me sorprende que mi discurso haya podido prestarse a un contrasentido como ése. Volvamos un poco sobre todo ello.
He hablado de una cierta temática que puede encontrarse tanto en las obras como en la crítica y que es, si ustedes quieren: el autor debe borrarse o ser borrado en beneficio de unas formas propias a los discursos. Entendido esto, la cuestión que me he planteado era ésta: ¿qué es lo que esta regla de la desaparición del escritor o del autor permite descubrir? Permite descubrir el juego de la función-autor. Y lo que he tratado de analizar es precisamente el modo co­mo se ejercía la función-autor, en lo que se puede llamar la cultura europea a partir del siglo XVII. (…) Definir de qué modo se ejerce esta función, en qué condiciones, en qué campo, etc. no tiene nada que ver, ustedes estarán de acuerdo, con de­cir que el autor no existe.”

En este contexto, tampoco la obra es fácilmente identificable. Se resiste a conformarse como una unidad.
Pasa a analizar luego, los lugares en los que se emplaza la función-autor. Menciona cuatro: el nombre de autor, que tiene atributos más complejos que el nombre propio, en tanto no va del campo del lenguaje hacia un individuo real, sino que dentro del campo mismo del lenguaje, recorta, delimita y clasifica unos textos, agrupando ciertos discursos; la relación de apropiación, que se termina de perfilar legalmente a fines del s. XVIII y principios del s. XIX, y es problemática; la relación de atribución, que resulta de operaciones críticas complejas y difíciles de justificar; y finalmente la posición del autor, en la obra, en los distintos tipos de discurso y en el campo discursivo.
De todos ellos, el que me parece más interesante es el último, porque mientras los tres primeros se muestran insuficientes para situar al autor, el cuarto lo ubica:
Ø      En la distancia que va del escritor real al narrador, circunstancia que ya mencioné más arriba para la novela que estamos analizando, cuando señalé que por momentos no es posible saber si habla el narrador en primera persona (Paloma o Renée, según el caso) o la escritora.
Ø      En un tipo de discurso particular que se define por su singularidad en contraposición con otros discursos. En las novelas, esto a veces se define como “el estilo” del escritor.
Ø      En el campo discursivo, en el caso de los discursos que, cuando son actualizados, afectan directamente a las disciplinas que nacieron con ellos.

La función-autor, sería entonces para Foucault una especificidad de la función-sujeto. Una función variable y compleja del discurso, que podría incluso no existir.

Por otra parte, analiza la relación de la escritura con la muerte, como algo que le es propio. Y ya que estamos, volviendo a la novela que elegí para tratar estos temas, la muerte es, justamente, una temática explícita presente en ella. La novela comienza planteando la muerte de una de las protagonistas, y tiene su desenlace en la muerte de la otra. ¿Qué se despliega entre estas dos muertes literarias?
Dice Foucault: … “esta relación de la escritura con la muerte se manifiesta también en la desaparición de los caracteres individuales del sujeto que escribe; por todos los enredos que establece entre él y lo que escribe, el sujeto que escribe confunde todos los signos de su individualidad particular, la marca del escritor no es más que la singularidad de su ausencia, necesita desempeñar el papel del muerto en el juego de la escritura”[7]
Y decía Freud: “Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte”[8]
Entonces, a la pregunta por lo que se despliega entre estas dos muertes literarias (también terminan, junto con la novela, la labor de escritura de las dos protagonistas), es posible responder que lo que se desliza entre ellas, es el deseo. Figurado en la anécdota como el deseo por un hombre, en el caso de Renée, y el deseo de vivir en el caso de Paloma. Pero también el deseo de escribir –y desaparecer en ese acto-, en el caso de la escritora.

Bibliografía:
ü     M. Barbery, La elegancia del erizo, Editions Gallimard, 2006 Versión traducida al español de la Ed. Seix Barral S. A., 2007 – Madrid - España.
ü     Walter Benjamin, “El autor como productor”, (1934),  traducción al español de Taurus Ed., Madrid (1975)
ü     R. Barthes, “La muerte del autor”, Manteia 1968.
ü     Borges, J. L. La Biblioteca de Babel” en “Ficciones”, (1944) Buenos Aires, Argentina.
ü     M. Foucault; Qu'est-ce qu'un auteur?, Bulletin de la Société française de philo­sophie, año 63, 3, julio-setiembre de 1969, págs 73-104 (société française de philosophie, 22 de febrero de 1969). Traducción al español de S. Mattoni para Ed. Litoral (1998) Córdoba – Argentina.
ü     S. Freud: “Nuestra actitud ante la muerte”, (1915) Tomo XIV, pag. 290. Amorrortu Ed., Argentina (1986)






[1] Frank Casa, “Velázquez, Calderón y el sitio de Breda”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (2012). Edición digital a partir de Estudios de Teatro Español y Novohispano : Actas del XI Congreso de la Asociación Internacional de Teatro Español y Novohispano de los Siglos de Oro (septiembre 2003, Buenos Aires), Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filología y Literaturas Hispánicas, 2005, pp. 293-301
[2] Arturo Pérez Reverte, “La fiel infantería”, publicado en http://www.perezreverte.com/articulo/perez-reverte/287/la-fiel-infanteria/
[3] Walter Benjamin, “El autor como productor”, (1934),  traducción al español de Taurus Ed., Madrid 1975.
[4] W. Benjamin, op. Cit.
[5] Dice R. Barthes: “el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; él es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito”. “La muerte del autor”, Manteia 1968. Fuente: http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelescriba/n51/articulo-4.html
[6] Dice Foucault: … “la escritura se despliega como un juego que va infaliblemen­te más allá de sus reglas, y de este modo pasa al afuera. En la escri­tura no hay manifestación o exaltación del gesto de escribir; no se trata de la sujeción [épinglage] de un sujeto en un lenguaje; se trata de la apertura de un espacio en el que el sujeto que escribe no deja de desaparecer.” M. Foucault; «Qu'est-ce qu'un auteur?», Bulletin de la Société française de philo­sophie, año 63, 3, julio-setiembre de 1969, págs 73-104 (société française de philosophie, 22 de febrero de 1969). Traducción al español de S. Mattoni para Ed. Litoral (1998) Córdoba – Argentina.
[7] M. Foucault. Op. Cit.
[8] S. Freud: “Nuestra actitud ante la muerte”, (1915) Tomo XIV, pag. 290. Amorrortu Ed., Argentina (1986)
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MARCELO VELISONE
Pautas TP Final de Narrativa Universal II (Europa – Asia)

a)   Leer el cuento de Arturo Pérez Reverte La fiel infantería.


b) ¿De qué modo podés relacionar las ideas trabajadas por Umberto Eco (Interpretación e historia, La sobreinterpretación de textos) y Jonathan Culler (En defensa de la sobreinterpretación) en sus conferencias con el cuento del escritor español?

c) Durante la cursada abordamos la problemática de la noción de autor desde, por lo menos, tres perspectivas: Barthes (La muerte del autor), Foucault (¿Qué es un autor?) y Benjamin (El autor como productor). A partir de alguna de estas presentaciones, desarrollar el tema en función de alguna de las obras literarias trabajadas durante el cuatrimestre. A su vez, y en caso de considerarlo oportuno o solidario con el análisis, es aceptable la cita o la justificación mediante algún pasaje de la versión fílmica inspirada en el texto elegido.



Interpretación y sobreinterpretación

Los tres chanchitos

“¿Qué tienes que decir, cuento infantil de apariencia inocente, que tratas de tres cerditos y un lobo malvado, sobre la cultura que te conserva y responde a ti?...” (Booth. 1979)

Al poner sobre la mesa el ejemplo que Wayne C. Booth utiliza para plantear el problema de la relación autor-texto-lector (Culler en Eco.1992:133), Jonathan Culler confronta la clasificación de Umberto Eco (interpretación y sobreinterpretación), con otra que fue propuesta por Booth, quien optó por el binomio “comprensión-superación”, elogiando esta mirada por ser menos categórica. La “comprensión” deriva de un proceso de interrogación que emerge cuando el lector modelo es confrontado con el texto. Al parecer, la clave consiste en realizar las preguntas correctas, basándonos en aquellos temas en los que el texto insiste, con el fin de lograr la reconstrucción de su intencionalidad. La “superación”, en cambio, viene dada por la formulación de preguntas que el texto no le plantea a su lector modelo (p. 132). De este modo, Culler, en coincidencia con Booth le otorga un papel más valioso a este tipo de análisis, evitando la tilde tendenciosa de la sobreinterpretación de Eco.

Para continuar con el ejemplo, cabe destacar que los profesores de Educación Tecnológica vienen utilizando el famoso cuento infantil desde hace muchos años, para trabajar en la Escuela Primaria los contenidos de las Ideas Básicas del Diseño Curricular 2004 sobre los referidos: “tipos de materiales” y “construcción de viviendas”. De ese modo, se pueden relacionar ambos ejes en una misma planificación de clases, de manera contextualizada y didáctica. Pienso que este es un muy buen ejemplo de lo que Rorty llama el “uso del texto”, ya que el cuento se utiliza como herramienta pedagógica para estudiar diversos materiales empleados en la fabricación de viviendas. Como colación, es oportuno mencionar que muchos profesores del área, evitamos el relato de “Los tres chanchitos” porque hemos consensuado en considerarlo poco prudente, dada la población educativa de nuestras escuelas. Muchos de nuestros alumnos provienen de los pueblos originarios, y viven o han vivido en casas edificadas con madera, paja y otros materiales naturales de cada región. En esta lectura, es fácil develar el tremendo curriculum oculto que se estaría transmitiendo a estos chiquitos, al elogiar los materiales de los “conquistadores” (cemento y ladrillo), y devaluar aquellas técnicas y materiales naturales de la américa precolombina. Como podemos ver, esta segunda lectura es superadora de la anterior desde todo punto de vista, mientras que el concepto de “sobreinterpretación” no haría ningún aporte a la cuestión, minimizaría el problema y permitiría que el curriculum oculto siguiese operando en contra de la subjetividad de nuestros niños, y en favor de la cultura hegemónica.

La casa de paja

El óleo de Diego Velázquez, llamado “La rendición de Breda”, le fue encargado al pintor barroco en tiempos de Felipe IV (1634),  para decorar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, en donde el rey hacía gala de sus triunfos frente a otros mandatarios extranjeros.  Formaba parte de una colección de doce obras bajo la misma temática: el poderío español, la grandeza del monarca y la economía floreciente del reino.

Cuando analizamos el contexto histórico a la luz de los acontecimientos,  la casa de paja se derrumba. Los cuadros fueron encargados por el Conde-duque de Olivares como parte de una estratagema para ocultar el inevitable declinar de España en el contexto político y económico global. Para completar el efecto ilusorio, se agregó otra serie de cuadros sobre el mito griego de Hércules, ya que los reyes españoles se consideraban descendientes del héroe hijo de Zeus.
Velázquez, si se me permite la sobreinterpretación, tuvo buenos motivos para no firmar su obra. En el ángulo inferior derecho de “La rendición de Breda”, sobre un montículo de piedra, pintó un papel en blanco (…).

Soplaré, soplaré y tu casa derribaré

Pérez Reverte se basó en la obra de Velázquez (La rendición de Breda) para construir el cuento “La Fiel Infantería”.  El narrador se enuncia a sí mismo como un simple lancero que pertenecía a la infantería española, cuando el holandés Justino de Nassau entregó su rendición el 5 de junio de 1625 en manos del capitán general Ambrosio Spínola Doria. Todo el texto es relatado por este único narrador, quien aporta datos históricos, geográficos  y socioculturales que le otorgan realismo y una gran crudeza a las pinceladas del óleo. Y es aquí, promediando el relato, donde el segundo cerdito queda al descubierto. Pérez Reverte no nos deja refugiar en la cómoda belleza de esta obra pictórica. No nos permite complacernos en el gesto bondadoso del gallardo caballero español, ni en la galantería impoluta del noble holandés, descendiente de la casa de Orange. Más allá de los tiempos y las razones, la fiel infantería seguirá siendo “carne de cañón, de bayoneta, de trinchera”; los padres humildes recibirán el cadáver de sus queridos hijos, y la sangre del soldado desconocido regará más campos de batalla, en incomprensibles guerras que nada representan para los pueblos, más que dolor y pérdida.

La casa de ladrillos

“Una vez alcanzada una posición de eminencia, cambió de parecer” (Culler en Eco. 1992:138)

Con esta cita resumimos una osada observación de Jonathan Culler sobre la posición de algunos autores vinculados al pragmatismo estadounidense contemporáneo, en su función de críticos literarios con relación al tema de la interpretación de textos. Pareciera que Fish y otros, luego de haber construido sus sólidas teorías, entraron en el hermetismo más descarado y cerraron la puerta (el cerdito está a salvo). En el análisis de Culler, encontramos también el debate Rorty-Eco sobre la deconstrucción de textos. Podemos resumir que ambos se aproximan a la casa de manera diferente. Mientras que el primero sopla y resopla desde afuera, el segundo sube por la chimenea. Todos sabemos cuál es el resultado. Los cerditos pícaros han colocado una olla de agua hirviendo en la base del hogar y el pobre viejo lobo resulta quemado (o tal vez envenenado, dedo negro y lengua negra).
“Cuando todo el mundo tiene razón, todo el mundo se equivoca…” (Eco. 1992:172)  


La muerte del autor
Este concepto comienza a ser esbozado en textos de teoría literaria desde el siglo XIX. Mallarmé fue uno de los primeros; le siguieron Valéry, Ortega y Gasset y muchos otros. Posteriormente, los estructuralistas y postestructuralistas fueron ampliando la idea de que existen varias capas de sujeto enunciador: el personaje que está hablando, el narrador omnisciente que conoce los pensamientos de los personajes y la persona física que escribió el texto (el autor). Barthes señala que es posible, a su vez, desdoblar al autor en dos categorías. La persona física, con sus gustos personales, sensibilidad, etc. y el autor como “profesional”, que mantiene ciertos rasgos reconocibles que lo identifican: un corpus de pensamiento, estilo, nivel de lenguaje, género/s literario/s, posición filosófica y política, palabras favoritas, temas que le obsesionan, tipo de personajes, estilos de narradores, forma de escribir los diálogos, etc. Todos estos rasgos emergen de los textos, permiten rastrear la obra de un autor y catalogarlo en varios sentidos. Pero ¿qué relación existe entre este autor que se muestra y la persona real que empuña la pluma? En primer lugar, como en toda profesión, la encarnadura y la envestidura son dos cosas diferentes. Un juez, un policía, un maestro, deben representar el rol que la sociedad espera de ellos, por la envestidura que la propia sociedad les ha otorgado mediante el contrato social. Pero no todas las personas logran el mismo nivel de encarnadura, esto es, producir en quienes los observan, la subjetividad deseada. Volviendo a Barthes, encontramos que la idea de “Autor” aparece tras el medioevo y se va consolidando a la par del positivismo. En una etapa temprana y durante mucho tiempo se asociaba en un mismo packaging al autor como productor de obras literarias con el autor-escritor-individuo humano con sus gustos, pasiones, vicios, su historia de vida, relaciones personales, sus aciertos y fracasos, su enfermedad, su muerte. Aún hoy, advierte Barthes, no podemos leer a Baudelaire sin pensar en su decadencia como hombre; asociamos a Van Ghogh con su locura, a Tchaikovsky con su vicio…
Posturas más actuales, han ido elevando la categoría “lector” y diluyendo el concepto de “autor”. Ambos se relacionan mediante el constructo “lector modelo”, es decir, una idea general del destinatario medio al cual la obra literaria va dirigida.


Akutagawa (autor)

Comenzaremos por enfocarnos en Akutagawa, quien es considerado el escritor más brillante de la generación neorrealista japonesa. Inicialmente se inscribe en la corriente ideológica de la revista Shinshichõ publicada por la Universidad de Tokio.
Sus obras recorren poesía, cuentos, ensayos y crítica, pero es como cuentista que su nombre adquiere mayor trascendencia, por su estilo parcialmente disruptivo de la tradición literaria japonesa, sin renegar totalmente del kaiku. Tampoco se dejó encandilar por los nuevos estilos occidentales hasta el punto de perder su identidad cultural; solamente recogió algunas tonalidades de la literatura inglesa, alemana, francesa y rusa que les aportan mayor dinamismo a sus relatos y credibilidad a sus personajes; como resultado, los escritos gozan de ironía, desacartonamiento, asombro y modernidad.

Ryunosuke Akutagawa (humano)

(Tokio, 1892-1927). Hombre de compleja personalidad. Criado bajo una tradición cultural estricta por un tío materno, a partir del año de edad, cuando su madre sufrío un grave trastorno psicológico y no pudo hacerse cargo. Ryunosuke mostró un temprano interés en las letras. Fue un estudiante brillante y por ello tuvo acceso a la universidad de Tokio. Llegó a doctorarse en 1916, con una tesis sobre Willam Morris. Luego se casó (1918) y consiguió trabajo en el Mainichi Shimbun, un periódico local que lo envió como corresponsal a Corea y China.
En varias oportunidades, confesó temerle al fantasma de la locura. Pasó por varios estados de neurosis y desequilibrios psíquicos hasta sufrir un colapso nervioso en 1926. Mentalmente atormentado, sus nervios afectaron poco a poco su salud. Sin embargo, no fue eso lo que acabó con su vida. A sus 35 años, se suicidó el 24 de Junio de 1927 con una sobredosis de pastillas. En su famosa Carta a cierto viejo amigo, explica de modo tranquilo y claro sus ideas acerca de la muerte. También justifica su decisión final diciendo:
“El mundo en el que estoy ahora es uno de enfermedades nerviosas, lúcido y frío…” (Akutagawa. 1927)

Rashomon (obra)

Intentaremos analizar el cuento Rashomon (1915) para desarrollar la problemática de la noción de autor. El relato se enmarca en la ciudad de Kyöto, luego de que varios cataclismos la consumieran y la población que aún resistía, sobrevivía a duras penas en medio de una completa desolación. El narrador es externo y nos relata las acciones de los dos únicos personajes del cuento (dejemos de lado al grillo, los zorros y los cadáveres). La característica relevante está en los sentimientos y sensaciones que experimenta el sirviente. Sus impetuosos cambios de humor son inducidos desde dos fuentes. La primera, es interna: su propia mente, sus pensamientos confrontados, atormentados con su nueva realidad, ya que el samurái lo ha despedido luego de muchos años de servicio. Este hombre, solitario, bajo la lluvia, en medio de una ciudad en ruinas donde la subsistencia del día de mañana no está garantizada, se está debatiendo entre convertirse en ladrón (abandonando todos sus principios y su esencia misma), o entregarse dócilmente en brazos de la muerte (opción tan noble como cobarde al mismo tiempo).
Cuando el sirviente decide subir a la torre y advierte lo que está haciendo la vieja, sus sentimientos pasaron de la curiosidad al horror, al asco, al miedo y al odio. Es allí cuando decide actuar, saltando con su catana sobre la vieja. La mujer solamente podía experimentar espanto, asombro, terror y angustia, al ver que su vida estaba a milímetros del filo del acero. El sirviente, consciente de ello, obtuvo satisfacción, orgullo; sentimientos de victoria que hacía tiempo no experimentaba.
Cuando la vieja dio su explicación, el sirviente sintió decepción y nuevamente odio y repugnancia, acompañados por un frío desprecio. Este torbellino de sentimientos, finalmente lo devuelven a su realidad y le otorgan el coraje para tomar una decisión. Ya no admite la posibilidad de dejarse morir de hambre; la supervivencia del más fuerte es el argumento que triunfa y, en definitiva, la única moral que prevalece es la del que sobrevive.

El (no) análisis

Ahora que hemos leído la obra y conocido la vida del escritor, sería fácil establecer relaciones concomitantes entre estos datos, pensamientos, sentimientos. De hecho, la mayoría de sus críticos no soportaron la tentación de hacerlo. Cuando Rashomón fue escrito, Ryunosuke Akutagawa se encontraba en su último año de universidad. Sin embargo, a pesar de sus éxitos, fue un hombre cuya existencia estuvo marcada por el temor al futuro, sus sentimientos contradictorios acerca del sentido de la vida, la falta de sosiego ante el devenir de los acontecimientos y el horror a su pasado que amenazaba con alcanzarlo y arrastrarlo, también a él, al foso de la locura…
Queda a criterio de cada uno, suponer lo que quiera y preguntarse para cada obra, para cada autor, cuál es el límite entre la creatividad y la autobiografía, las obsesiones propias y los temas de moda.

Conclusiones
En resumen, lo que Barthes propone es una nueva manera de encarar la crítica literaria. Analizar la obra desde su estructura interna, en lugar de abordarla desde la noción que tenemos del autor. Emprender una investigación previa de la vida y obra del autor- persona y el autor-personaje público para capturar su subjetividad, motivaciones, inclinación política y filosófica, y aplicar dichas categorías al texto, no asegura según Barthes garantía alguna de lograr la conquista; la aprehensión de la verdadera intención de la obra es una empresa vacía.
“Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura.” (Barthes. 1968: p. 3)

El lector no es ese lector modelo que menciona Eco. Tampoco es un individuo en particular. Mientras que el autor es, tan solo, aquel que escribe. Su tarea concluye con el parto (es más, el autor-dios debería morir en el parto); sus hijos (sus obras) ya no son su responsabilidad; debe dejarlos ir.
La propuesta de Barthes queda sintetizada de manera brillante en el final del texto:
“…para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor.” (Barthes. 1968: 5)

Así, despojándonos de todo peso (referencias del autor y recomendaciones del crítico), propongo asumir nuestra función lectora de manera más natural, acorde a nuestra personalidad. Según se aborde la lectura, el disfrute de la obra puede venir desde vertientes diferentes: por el lado del “uso del texto” como proponen los críticos más pragmáticos (comprensión), o por el análisis estructural, producto de una lectura analítica (estructuralistas y postestructuralistas). Como tercer opción, y sin temor a convertirnos en ese lector paranoico del que nos advierte Humberto Eco, sino como lectores libres, podemos aplicar las categorías de Wayne C. Booth, realizando las preguntas superadoras para descubrir otras lecturas posibles.


Bibliografía
Akutagawa. Rashomon y otros cuentos. Centro editor de américa latina. Buenos Aires. 1970.

Booth, Wayne. Critical Understanding: The Powers and Limits of Pluralism. University of Chicago Press. Chicago. 1979.  

Eco, Humberto. Interpretación y sobreinterpretación. THE PRESS SYNDICATE OF THE UNIVERSITY OF CAMBRIDGE. The Pitt Building, Trumpington Street, Cambridge, United Kingdom. 1992.

Los tres chanchitos. Cuento disponible en:

Reverte Perez, Arturo. La fiel infantería. Disponible en:

Barthes, Roland. La muerte del autor. Traducción: C. Fernández Medrano.
Disponible en:



Anexo

Los tres chanchitos (Los tres cerditos)

En el medio del bosque vivían tres chanchitos. El más grande se encargaba de buscar la comida y cuidar a sus dos hermanos menores, quienes lo único que hacían era jugar entre los árboles y con los demás animalitos.
Un día llegó al bosque un lobo feroz, y en cuanto vio a tres chanchitos gorditos (porque estaban muy bien alimentados) empezó a planificar como atraparlos para comérselos.

El chanchito mayor que adivinó las intenciones del lobo, reunió a sus hermanos y los mandó a que cada uno se construyera una casa para protegerse.

El chanchito más pequeño que era el más vago de los tres, sólo pensaba en jugar y la sola idea de trabajar lo ponía de mal humor. Así que construyó una casa con pajas para hacerla rápido.

El chanchito del medio al ver a su hermano jugando, apuró su trabajo e hizo su casa con unas maderas.

En cambio el mayor, trabajó todo el día en una casa de piedras para que fuera más resistente.

Días más tarde, mientras los tres jugaban en el bosque, escucharon unos ruidos extraños y vieron unos arbustos moverse. Los chanchitos menores no le dieron importancia y siguieron en lo suyo, pero el mayor que era más precavido, se acercó a los arbustos y pudo ver la nariz del lobo asomándose por uno de ellos. Corrió tan rápido como sus pequeñas patas le permitían, y con la respiración entrecortada gritó:

- El lobo, el lobo –

Cada uno de los chanchitos entró en su casa con mucho pero mucho miedo. 

El lobo fue hacia la casa de paja, y el chanchito que estaba dentro se escondió temblando y rogando que no le pase nada.

- Soplaré, soplaré y tu casa derribaré - gritó el lobo, sopló y las pajas se desparramaron por el bosque.

El chanchito totalmente indefenso corrió a la casa de su hermano. Y de nuevo escucharon:

- Soplaré, soplaré y tu casa derribaré - y el lobo sopló, sopló y no pasó nada, tomó más aire y sopló tan fuerte que las maderas cayeron unas encima de otras. Los chanchitos salieron de entre las maderas y se encontraron con la cara del lobo hambriento; reunieron coraje y corrieron a refugiarse con el hermano mayor.

El lobo se encaminó hacia allí. Pero como esta casa estaba construida con material más fuerte, el lobo soplaba y soplaba y no pasaba nada. Al darse cuenta de que no podía derribarla se enfureció, buscó un tronco y subió a la chimenea. 

Mientras tanto, los chanchitos guiados por el mayor, quien intuía la idea del lobo, llenaron una olla de agua hirviendo y la colocaron debajo de la chimenea de forma tal que, cuando el lobo bajo por ella, cayó dentro de la olla. 


Los aullidos del lobo al quemarse la cola fueron escuchados en todo el bosque. Durante años los chanchitos menores contaron las hazañas de su hermano mayor para echar al lobo, quien muy frustrado, nunca más volvió a molestar a los chanchitos.