lunes, 29 de abril de 2013

Narrativa I - Algunos comienzos de textos narrativos para analizar

Estos son los textos que repartí al finalizar la clase de narrativa. En el próximo encuentro empezaremos con estos textos.


Si de veras desean oírlo contar, lo que probablemente querrán saber primero es dónde nací, cómo fue mi infancia miserable, de qué se ocupaban mis padres antes de que yo naciera, en fin, toda esa cháchara estilo David Copperfield; pero, para serles franco, no me siento con ganas de hablar de esas cosas. En primer lugar, me aburren soberanamente y, en segundo término, mis padres sufrirían un par de hemorragias cada uno si contara algo demasiado personal acerca de ellos. Son muy susceptibles para esas cosas, en especial mi padre. Son buenísimos, en cuanto a eso no tengo nada que decir, pero también más susceptibles que el demonio. Además, no pienso contarles toda mi cochina autobiografía ni nada semejante. Me limitaré a relatarles esas cosas de locura que me ocurrieron allá por la última Navidad, pero antes de sentirme medio acabado y de verme obligado a venir aquí para reponerme y descansar.

J. D. Salinger: El cazador oculto, Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, 1989, trad. de Manuel Méndez de Andes, p. 9.

Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz que tenía su comercio de remendón junto a una ferretería de fachada verde y blanca, en el zaguán de una casa antigua en la calle Rivadavia entre Sud América y Bolivia.
Decoraban el frente del cuchitril las policromas carátulas de los cuadernillos que narraban las aventuras de Montbars el pirata y de Wenongo el Mohicano. Nosotros los muchachos al salir de la escuela nos deleitábamos observando los cromos que colgaban en la puerta, descoloridos por el sol.
A veces entrábamos a comprarle medio paquete de cigarrillos barrilete, y el hombre renegaba de tener que dejar el banquillo para mercar con nosotros.
Era cargado de espaldas, carisumido y barbudo, y por añadidura algo cojo, una cojera extraña, el pie redondo como el casco de una mula con el talón vuelto hacia afuera.
Cada vez que lo veía recordaba este proverbio, que mi madre acostumbraba a decir: “Guárdate de los señalados de Dios”.

Roberto Arlt: El juguete rabioso, La Plata, Altamira, 1995, p. 21.

El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman “allá”. A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.

Truman Capote: A sangre fría, Barcelona, Bruguera, 1979. Traducción de Fernando Rodríguez, p. 13


Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo ese derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz: la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo – género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, “un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.

Jorge Luis Borges: “Funes el memorioso”, en Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 1956, pp. 127/128.


El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse, con un juramento, vio una yararacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

Horacio Quiroga: “A la deriva”, en Cuentos de amor, de locura y de muerte, Buenos Aires, Losada, 2001, p. 60.


Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y a consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha y sus peligros como encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores —iniciados también en Julio Verne— sabían andar aún en dos pies y recordaban el habla.
La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus stromboot.

Horacio Quiroga: “La miel silvestre”, en Cuentos de amor, de locura y de muerte, Buenos Aires, Losada, 2001, p. 115.

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