TRABAJO FINAL
MATERIA: Teatralidad y
Literatura
PROFESOR: Marcelo Frasca
ALUMNA: Hermida Carla
Anahí
TÍTULO: La teatralidad en el teatro del
absurdo. Not I de Samuel Beckett
El Teatro del Absurdo es un intento por hacer consciente al espectador
de la precaria y misteriosa situación del hombre en el universo.Por ello,
comunica la intuición más íntima y personal de un poeta sobre la situación del
hombre, su propio sentido del ser, su visión individual del mundo.
Partiendo de dichas características propias de la estética del absurdo,
mi propuesta será analizar de qué manera la teatralidad se hace presente en
este tipo de teatro y reconocer la importancia, a mi entender fundamental, del
trabajo con el cuerpo de los actores por sobre las palabras que conforman el
texto literario.
Retomando la definición de Cornago la teatralidad puede ser definida
como: “la cualidad que una mirada otorga
a una persona que se exhibe consciente de ser mirado mientras está teniendo
lugar un juego de engaño o fingimiento”. Claramente, el teatro del absurdo
nos interpela como espectadores y busca una ruptura con respecto a la mímesis presente en todo texto. Lo que el
espectador ve, antes de cualquier emisión de sonido, establece el juego entre el actor (que es
consciente de la mirada que lo interpela en silencio) y el espectador (que se
siente interpelado por aquello que aparece ante sí). Hay un proceso comunicativo en toda obra
teatral que va más allá de lo que el texto pueda decir. La puesta en escena de
los cuerpos sugiere una intencionalidad, un hacer que dice algo. Implica un
querer ser visto, por lo tanto, implica un proceso de comunicación. En la obra Not I de Samuel Beckett lo expresado
anteriormente se ve claramente. Si uno se enfrenta con la representación sin
haber leído el texto y antes de que el “personaje” empiece a decir sus
parlamentos, su mirada tendrá frente a sí lo siguiente:
“Escenario a oscuras excepto para la Boca en el fondo
de la escena, a la derecha del público, alrededor de ocho pies elevada sobre el
nivel del escenario, débilmente iluminada desde cerca y abajo, el resto de la
cara en sombras…”
“Auditor: …sexo indeterminable, envuelto de la cabeza
a los pies en una amplia y negra “diellaba” con capucha; enfrentada
diagonalmente a la Boca y atenta a ella, permanece inmóvil durante toda la
pieza excepto cuatro breves movimientos. Cuando bajan las luces del teatro la
voz de la Boca, ininteligible, detrás del telón. Las luces se apagan, la voz
continúa ininteligible detrás del telón diez segundo”.
A partir de dichos elementos que se relacionan con la teatralidad podemos
destacar varios aspectos, a saber:
En el teatro del absurdo, los elementos existen con independencia de las
palabras. Muchas veces, lo que se está diciendo no se corresponde con lo que
estamos observando a partir del trabajo de los actores. Hay una sabiduría más
profunda en la obra que la que es capaz de expresar el poeta en palabras y
conceptos. En el caso de la obra que nos ocupa, observamos la fragmentación de
los cuerpos, el estatismo. Nos vemos frente a un sujeto descorporeizado,
vaciado de sus rasgos humanos. Esto da cuenta de algo que afirmaba al comienzo
de la exposición, la idea de mostrar la precaria y misteriosa situación del
hombre en el universo. No está de más aclarar que el teatro del absurdo surge
en un período de crisis (guerras mundiales) y que, indudablemente, esta estética pretende, a través de la
teatralidad, poner en escena las consecuencias de los conflictos de esa época.
El trabajo con la teatralidad en esta obra es muy complejo porque la
ruptura con la mímesis es total: se logra un efecto desrealizador y
deshumanizador en el espectador porque esa Boca que surge en medio de lo negro
que lo rodea, esa Boca flotando en la oscuridad y en la nada, es una Boca
despersonalizada. El actor aparece cosificado y lo que se percibe ante nuestros
ojos es una crisis de la identidad, un desfasaje entre cuerpo y mente. Esa Boca
no tiene nombre y posee una identidad polifacética.
Continuando con las definiciones sobre teatralidad Villegas sostiene que
puede ser entendida como “un sistema de
códigos en el cual se privilegia la construcción y percepción visual del mundo,
en el que los signos enfatizan la comunicación por medio de imágenes”. Aquí también podemos dar cuenta, en el
caso de la obra que nos convoca, que lo que el autor elabora está en función de
los aspectos que constituyen la teatralidad. El artificio se muestra al
espectador a partir de los sujetos y las acciones que se realizan frente a él.
Incluso hay una reflexión sobre dicha cuestión en el trabajo con los cuerpos ya
que el personaje mudo, que solo escucha en el escenario, cumple la función de
personificar la mirada de otro, alguien que con su mirada hace que ese ser (La
Boca) sea mirado. Siguiendo a Artaud, podemos decir que Beckett abogaba por un
lenguaje auténticamente teatral, que sería un lenguaje sin palabras, hecho de
sombras, luz, movimiento y gestos (elementos que ya mencionamos son
fundamentales en la obra analizada). El ámbito del teatro no es psicológico,
sino plástico y físico.
A través de esos cuerpos que están en escena asistimos a la presencia de
un lenguaje que es incapaz de traducirse en palabras. Esos cuerpos, a pesar de
su estatismo, de sus movimientos automatizados, de sus voces ininteligibles,
del juego de ausencia/presencia a través de la utilización de luces y sombras, hablan. Dan cuenta de la
incomunicación, de la imposibilidad de reconocernos como sujetos completos, de
las consecuencias de las experiencias vividas que no se pueden traducir en
palabras.
Retomando la hipótesis inicial, el teatro del absurdo no está necesitado
de representar acontecimientos (porque incluso el texto escrito es incapaz de
mantener la lógica y coherencia discursiva: “…fuera…dentro
de este mundo…este mundo…pequeña diminuta cosa…antes de tiempo… ¿qué?... ¿niña?...”)
sino que se enfoca en la presentación de la propia situación básica individual.
Para ello emplea un lenguaje basado en patrones de imágenes concretas, no un
lenguaje discursivo y argumentador.
La escena en el teatro del absurdo es
multidimensional; permite el empleo simultáneo de elementos visuales,
movimientos, luz y lenguaje. Pero, en el teatro del absurdo, el lenguaje se
reduce a un papel muy subordinado.
Por todo lo dicho anteriormente, sostengo que hay un interés en la
estética del absurdo por romper con la
escisión convencional del significado-significante y procuran la puesta en
acción de un concepto incorporado a nivel psico-físico (La Boca) por el ejecutante,
no para representar una presencia ausente, sino para ejercer una escritura
corporal, que ponga en juego su energía deseante y capacidad de subvertir
códigos de actuación pre-establecidos. El soporte fundamental de la
representación es el cuerpo. En Not I,
este cuerpo, da cuenta del ser humano en un estado de desintegración casi
total, desintegración que no es completa por la presencia de esa Boca que sigue
moviéndose y profiriendo palabras a pesar de que el telón haya bajado…
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
-Beckett. Samuel, Not
I. –Traducción y notas de Laura Cerrato de Juarroz.
-Esslin, Martín. El teatro del absurdo. Barcelona: Seix
Barral, 1966.
-Prieto Stambaugh, Antonio, “¡Lucha libre! Actuaciones de
teatralidad y performance” en Actualidad
de las artes escénicas. Perspectiva latinoamericana, Domingo Adame (ed.), México: Universidad Veracruzana – Facultad de
Teatro, 2009, pp. 116-143. (Soporte digital)
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Poesía y Performance:
Un encuentro con el misterio de las palabras y los cuerpos
Natalia P. Codina
Poesía y sentido
La poesía, como género, se ha
convertido a lo largo del tiempo en un espacio de mitos y supersticiones. Basta
decir su nombre para escuchar un conjunto de lugares comunes tales como “su fin
es la expresión”, “su lenguaje es sofisticado”, “su contenido, oscuro”. Sin
mencionar los aún más penosos “su tema es el amor”, “se escribe en verso y
posee rima”. En defensa de la poesía diremos que es todo eso y su contrario, a
la vez; ya que ninguno de los anteriores enunciados nos permite aproximarnos al
sentido de la poesía ni constituye un elemento constitutivo del género. Podemos,
sí, afirmar que no se trata del cómo ni de qué sino de la síntesis, de su
condición de intraducibilidad, de la fusión de forma y contenido que opera en
todo poema. Como diría Víctor Shklovski, en tanto que “la automatización devora
los objetos, los hábitos, los muebles, la mujer, el miedo a la guerra”,
la poesía desautomatiza el lenguaje y el mundo que la rodea. Y es que el
poema no posee las mismas reglas que la lengua cotidiana, se rige por procesos
de singularización que la oscurecen, la vuelven extraña y extranjera, difícil,
incómoda; y es allí, en ese misterio del enrarecimiento de la forma que surge
la visión poética, como por primera vez. Al igual que en el magnífico poema de
Pizarnik que dice “Explicar con palabras de este mundo/ que un barco partió de
mí llevándome.” no es posible explicar con
palabras de este mundo casi ningún asunto trascendental. Lo único que
podemos hacer es intentar explicarlos con palabras de otro mundo, o con el
silencio mismo; en fin, con poesía. El problema resida, quizás, en esta pretensión de querer comprender el
poema, antes que atravesarlo. La poesía es, también, una experiencia; y su condición polifacética se resiste a las
definiciones tradicionales que intentan encasillarla. Partiendo
de esta definición tentativa, intentaremos explorar las posibilidades del
género en relación a prácticas de performance que lo conectan con el mundo de
la teatralidad.
Poesía, silencio y misterio:
atributos de lo sagrado
Diremos, entonces, que la poesía es un lenguaje cuyos rasgos esenciales
son el silencio y el misterio. La poesía dice lo que no dice, lo misterioso, lo que no es posible transferir al plano de
las explicaciones lógicas. Porque la poesía
trabaja no sólo con la palabra, sino también con su ausencia. Mirta
Colángelo, educadora por el arte, narradora y activista poética plantea que
“... la poesía combina la palabra con el silencio. No hay poesía sin silencio (...)
Oír el silencio puede implicar escuchar lo que no alcanza a ser dicho,
silenciar el propio deseo para escuchar el del otro, entender que los silencios
son parte de la melodía del discurso”.
En el silencio habita, también, el
misterio de lo sagrado. Peter Brook relaciona ambos conceptos en su
libro El espacio vacío al referirse a
una anécdota personal ocurrida en Stratford, en ocasión del cuadrigentésimo
aniversario del nacimiento de Shakespeare:
“En el momento
en que chocaron los vasos –por no más de una fracción de segundo, en la común
conciencia de todos los presentes, por una vez todos concentrados en la misma
cosa- pasó el pensamiento de que cuatrocientos años atrás había existido tal
hombre, y que por ese motivo nos habíamos reunido. Por un instante el silencio
se agudizó, hubo un esbozo de significado”
Brook utiliza
este ejemplo para desarrollar su idea sobre el teatro sagrado, cuya caracterización posee importantes relaciones
con el género poético. “Hemos olvidado por completo el silencio, incluso nos molesta; aplaudimos
mecánicamente porque no sabemos qué otra cosa hacer y desconocemos que también
el silencio está permitido, también el silencio es bueno”, comenta el autor.
Para Brook, el teatro sagrado es el “teatro de lo invisible-hecho-visible”, en
tanto manifiesta aquello que no es posible describir. Ahora bien, que no se
pueda decir con palabras no significa que no exista, y es por eso que la única
manera de conjurar el misterio de la palabra es a través de una poética del
silencio. Brook menciona la serie de ejercicios que solían realizar los
participantes de su grupo de investigación teatral, cuyo centro de
experimentación se basaba en el silencio:
“Nuestro trabajo se dirigía
lentamente hacia diferentes lenguajes sin palabra: tomábamos un acontecimiento,
un fragmento de experiencia y realizábamos ejercicios que lo transformaban en
formas que pudieran ser compartidas por otros...” (Brook: 65)
Por todo esto:
Poesía –y no la poesía, entendiendo
que el universo de lo poético transgrede los márgenes de la escritura- implica
escuchar el silencio, escuchar aquello que el poema/la danza/la
acción teatral/la pintura dice y no dice. Para concluir y, siguiendo a Peter
Brook, en la interacción de palabra,
silencio y misterio: la poesía está del lado de lo sagrado.
El arte de susurrar poesía
Mirta Colángelo, gran difusora Argentina de un modo de intervención
poética nacido en Francia basado en el arte de susurrar poesía a través de
tubos de cartón denominados susurradores, plantea que esta técnica es un arte de encantamiento:
“Cuando
susurramos damos lugar a una revalorización de la oralidad representada en un
cuerpo que habla por una voz que brota de él. Lo que se transmite por el cuerpo
es siempre más fuerte que lo que se transmite por el intelecto. Y la voz, como
un espejo corporal, se proyecta más allá del cuerpo... Susurrar es hacer
posible una especie de deslizamiento hacia el espacio de lo extraordinario, de
la perplejidad, del misterio.”
La
voz que habita el poema llega a través de un túnel, atravesada por el aire del
susurro cuya intensidad está determinada por el tamaño del instrumento de
resonancia. El acto de ser susurrados nos interpela, primero, en el plano
corporal. Desde el momento en que vemos acercarse a otro ser humano que nos
mira y nos invita a colocar el susurrador en nuestros oídos y escuchar poesía, sin
saber bien qué nos esperará, todo nuestro organismo se somete a una experiencia
sensorial. Este abordaje puede ser planeado o no, y puede darse en cualquier
sitio: la calle, un patio de escuela, un colectivo, incluso en un taxi, como
nos relata Mirta Colángelo en su libro De
susurros y susurradores:
“Siempre llevo un
susurrador en el auto, siempre lo llevo a mis talleres en micros y en aviones.
(...) El taxista, un hombre grande, se quejaba de que tenía que seguir
trabajando, de que su mujer ya estaría dormida y de la dureza de la vida.
Cuando se detuvo en un semáforo me animé. La escena era extraña. El tubo pudo
haberle parecido un cañón a ese taxista que me miró con cara asustada. Yo lo
serené diciéndole que lo que iba a regalarle era una vieja copla que él a su
vez podía decirle a su mujer cuando llegara. Lo esgrimí, lo acerqué con
delicadeza al oído del hombre y le susurré. (...) En la terminal de Retiro la
cara del hombre era otra.”
Ante
el susurro poético, los ojos se cierran automáticamente y, si todo ha salido
bien, nos encontramos lejos, tan lejos como esa voz que nos llega desde otro
mundo, desde el otro lado; y es probable
que, al igual que el taxista abordado poéticamente por Colángelo, luego de
aquella experiencia sensorial ya no seamos los mismos.
La poesía como encantamiento,
el susurro como rito
En
sintonía con las ideas de Colángelo, Antonin Artaud plantea que “la verdadera
poesía es metafísica” para, finalmente, aclarar que:
“hacer metafísica con el lenguaje
hablado es hacer que el lenguaje exprese
lo que no expresa comúnmente; es emplearlo de un modo nuevo, excepcional y
desacostumbrado, es devolverle la capacidad
de producir un estremecimiento físico, es dividirlo y distribuirlo
activamente en el espacio, es usar las entonaciones de una manera absolutamente
concreta y restituirles el poder de desagarrar y manifestar realmente algo (...) es en fin considerar el lenguaje como forma
de encantamiento”
No
es casual que, distanciados en el tiempo y en el espacio, Artaud y Colángelo
mencionen el aspecto del encantamiento.
Ni tampoco lo es que la semejanza de ideas en torno a la importancia de los
ritos que la misma autora mantiene con
Peter Brook, para quien los seres humanos “sentimos la necesidad de tener
ritos”. El autor sostiene que el rito se relaciona directamente con lo sagrado
en tanto permite “encarnar lo invisible” y que es allí a donde el arte debe
retornar ya que “Hemos perdido todo el sentido del rito y del ceremonial, ya
estén relacionados con las navidades, el cumpleaños, o el funeral, pero las
palabras quedan y los antiguos impulsos aún se agitan en nosotros.” (Brook: 56). De igual manera, Mirta Colángelo plantea:
“Actualmente los
ritos han perdido su nexo con lo sagrado pero la presencia del símbolo sigue
viva en las creencias del folklore...”
Para
Colángelo, al igual que para Brook y para Artaud, lo sagrado, el encantamiento,
el misterio en el arte, implica retrotraernos a un estadío mítico, ajeno al
divertimento y la rentabilidad, un retomar las antiguas preguntas y agitarlas
en el espacio y en el tiempo, a través de una poética de la crueldad (para
Artaud), de lo sagrado (para Brook), de lo susurrado (para Colángelo). El susurro
poético como performance se nutre de
elementos formales como la teatralidad: el surgimiento de un cuerpo mediando
entre el otro y el poema lo cambia todo. El mediador poético se mueve, conmueve,
respira, emite una voz con inflexiones propias. Y podemos decir que, al igual
que, al igual que para Artaud el tiempo teatral se apoya en la respiración, el
tiempo de la poesía susurrada también es
otro “lugar donde reproducimos a voluntad esta respiración mágica.”.
IES N°2
“MARIANO ACOSTA”
ESPECIALIZACIÓN
DOCENTE EN LA NARRATIVA EN LA OBRA ESCRITA Y A TRAVÉS DE CANALES EXPRESIVOS
AUDIOVISUALES
ASIGNATURA: TEATRALIDAD Y LITERATURA
PROFESOR: MARCELO FRASCA
AUTOR: ALEJANDRO IRUSTA
TRABAJO PRÁCTICO FINAL
“Entre la teatralidad y las
prácticas de enseñanza”
PRESENTACIÓN
El presente trabajo parte de ciertas
preguntas e inquietudes que se me fueron desarrollando a partir de la cursada
de la materia; ¿qué relaciones posibles se pueden dar entre el teatro y la
escuela? ¿Ver teatralidad en lo escolar? ¿El teatro se vuelve sólo un recurso
didáctico? ¿Cuánta teatralidad hay en una clase? ¿Cuánta teatralidad es posible
que haya? Por supuesto que esas son sólo algunas preguntas iniciales, ya que
como todo trabajo escrito, a los fines de ser presentado y expuesto debe
acotarse y definirse en función de qué adquiera cierto significado y
coherencia. Esta “sistematización” sin duda es propia de ciertos estándares que
impone el formato escolar (en este punto entiendo la institución “escuela”, en
un sentido amplio, y no sólo en sus niveles obligatorios, pero sin caer en la
reducción de equiparar la educación a lo escolar.) También ciertos conceptos
del teatro se vuelven en definiciones que nos ayudan a reconocer diferentes
momentos; no es lo mismo aquel que trabaje con su cuerpo desde la actuación,
que aquel que trabaje en el texto o piense los recursos posibles para ambientar
una escena. Aún así, esta serie de aclaraciones no develan nada nuevo en la
cuestión, puesto que tanto la psicología, como la sociología o la antropología
nos han dado suficientes pautas como para entender que el ser humano necesita
cierto marco de contención, poder sostener cierto “orden” dentro del “caos”.
Nietzsche veía en el artista y en el científico dos sujetos cuya capacidad era
justamente, la de generar verdades. Con lo cual, afirmar que tanto en el ámbito
educativo, como en el ámbito teatral nos encontramos con ciertos conceptos
definidos y que a esos conceptos se les atribuye un significado, no es nada novedoso.
No obstante, estamos hablando de prácticas sociales, llevadas adelante por
humanos, vale decir son construcciones sociales. Al no provenir directamente de
la naturaleza, nos da la pauta que lo hoy definido de una manera, puede el día
de mañana modificarse aunque ninguna modificación provendrá de un acto de magia
que repentinamente descubre nuevas formas de enseñar o nuevas formas de actuar,
sino que por el contrario serán un producto de las condiciones
socio-históricas, del ver las prácticas pasadas para intentar resignificarlas.
Sostengo que no hay ninguna creación que sea desde cero. Pretender que se ha
creado algo totalmente nuevo, novedoso, que antes no existía, desconoce la
información y formación necesaria que todo sujeto debe tener para poder reelaborar
una nueva obra. No obstante, también creo que en algunos sujetos se encuentra
cierto tipo de “talento” o de ciertas capacidades que lo favorecen a la hora de
realizar ciertas actividades (en este punto, también Howard Gardner refresco la
teoría de la inteligencia, al hablar de “inteligencias”.) Pero también esto
necesita desarrollarse, ejercitarse y mejorarse. Eso lleva inevitablemente a
que se vuelvan a modificar las condiciones dadas “originalmente”. Quizás acá
pueda empezar a visualizarse la oposición que destaca Nietzsche entre la
intuición y el concepto. Pareciera que la intuición es propia del artista, el
contacto con lo genuino, con el árbol particular en medio del bosque y que el
concepto mata la intuición en tanto es el científico el que busca la
generalización adecuada para hablar del bosque y no de los arboles. ¿Se puede
generalizar, sin hablar de lo particular? ¿Se puede vivir de lo particular, sin
ver generalizaciones? En esta tensión se construye el presente trabajo. Al
provenir del área de las Ciencias de la Educación aprendí que hay ciertos
conceptos que generalizan y definen de cierta manera. Pero al ser una ciencia
social, también sostengo que teoría que no sirva para comprender lo particular,
adolece de ser un mero criterio aplicacionista. Es una manera posible de
resolver esa tensión, inherente a lo social. Sostener marcos conceptuales
generales que nos ayuden a comprender características particulares, que nos den
el espacio y los vericuetos de poder entender qué sucede allí.
Nuevas preguntas empiezan a surgir y
son las referidas con la naturaleza de esas definiciones: ¿es posible definir
qué significa “dar una buena clase”, qué es la “teatralidad”? ¿Hasta qué punto
se pueden sostener definiciones semánticas sin terminar obturando el aspecto
vivencial y experimental? ¿Hasta qué punto esas definiciones nos ayudan a
entender que en la realidad, no se dan de esa manera cerrada y qué pueden
combinarse, juntarse, resignificarse? Desde ese punto, el presente trabajo
pretende construirse: desde lo vivencial y lo experimental propio de mi
formación como docente, atravesado por la cursada de la materia y de las nuevas
reflexiones en torno a qué es la teatralidad. Retomo una de las preguntas del
comienzo: ¿cuánta teatralidad hay en una clase? Retomo la necesidad de las
categorías y conceptos para poder responder a esa pregunta: espacio, enseñanza,
actuación y evaluación, son los ejes elegidos.
EL AULA VACÍA
Así como un libro necesita del
papel, la música de los sonidos, el cine de una pantalla, el espacio y el
cuerpo son fundamentales para el teatro, para que pueda surgir la teatralidad.
De igual forma para que haya clases se necesita del cuerpo y de un espacio
concreto. La pregunta tiene que ser entonces, ¿qué espacios, qué cuerpos? Peter
Brook nos habla de un espacio vacío, en donde en un lugar desnudo, sólo
necesitamos de alguien que pase por allí y un espectador, para poder tener un
acto teatral. ¿Podemos pensar así de un aula? En principio, pareciera que
pensar lo aúlico nos lleva a ciertos espacios cerrados, delimitados,
restringidos del “afuera”. Un pizarrón, unas sillas, alguien hablando y otros
escuchando sentados. Si por un momento cerramos los ojos y congelamos la
imagen, ¿hay alguna diferencia con un escenario, unas butacas, espectadores y
actores? Dejando la sutilezas de lado, en rasgos generales parecieran tener la
misma ubicación espacial, ser muy similares. En el caso de la escuela, fue esa
institución quien definió esos espacios a partir de una compleja serie de
relaciones científicas, médicas, jurídicas (la idea del panóptico que Foucault
ha explicado de excelente manera.) En este punto la visión parece ser al revés.
En tanto que el docente tiene que mirar a todos sus estudiantes, el público
debe mirar a los actores. A comienzos del siglo XX surgieron respuestas que
buscaron que el aula fuese distinta. Ciertos modelos pedagógicos exclamaron
contra la idea de “espacio cerrado” y propusieron salidas escolares, reconocer
el espacio aúlico en otros lugares no institucionalizados, por fuera de la
escuela. La escuela moderna definió el espacio del aula, pero eso no significa
que eso sea siempre el aula. Recuerdo, por ejemplo, la clase en el Postitulo en
la cual comenzamos a recorrer el edificio. Atentos a detalles, situaciones, el
profesor nos iba acompañando y la propuesta era que fuéramos contando a partir
de esas observaciones las historias que se nos podían ir ocurriendo. No
estábamos estrictamente en el aula, pero eso “era un aula”; los pasillos eran
el significado del significante “aula”. Pero entonces: ¿cuántas aulas existen?
Brook sentencia a propósito del teatro: “Intentaré descomponer la palabra en
cuatro acepciones para distinguir cuatro significados diferentes, y así hablaré
de un teatro mortal, de un teatro sagrado, de un teatro tosco y de un teatro
inmediato”. ¿Es posible comparar esos tipos de teatro con tipos de clases?
Ese “teatro mortal” no es el teatro
muerto, es el teatro que esta por morir, pero que tiene posibilidades de
volverse a mirar y levantarse con mayor vida. Dice Brook que “(...) se apodera
fácilmente de Shakespeare. Sus obras las interpretan buenos actores en forma
que parece la adecuada; tienen un aire vivo y lleno de colorido, hay música y
todo el mundo viste de manera apropiada, tal como se supone que ha de vestirse
en el mejor de los teatros clásicos. Sin embargo, en secreto, lo encontramos
extremadamente aburrido, y en nuestro interior culpamos a Shakespeare, o a este
tipo de teatro, incluso a nosotros mismos.(...)”. Quizás este teatro recuerde
en algún punto a aquellas clases que buscan sostenerse sobre variados recursos,
pero que no generan ni transmiten mucho más que eso, en las cuales los
estudiantes terminan por aburrirse, así como los espectadores de ese teatro
“teatroso” que se excede en recursos y se transforma en comercial. Volviendo a
Brook, nos explica que “Casi todas las temporadas, en la mayoría de las
ciudades amantes del teatro, se produce un gran éxito que desafía estas reglas:
una obra que triunfa no a pesar sino debido a su monotonía. Después de todo,
uno asocia la cultura con un cierto sentido del deber, así como los trajes de
época y los largos discursos con la sensación de aburrimiento; por lo tanto, y
a la inversa, un adecuado grado de aburrimiento supone una tranquilizadora
garantía de acontecimiento digno de mérito (...)”.
En otro extremo se ubica el teatro
sagrado, aquel que logra encarnar lo invisible, que nos lleva a un clima que
encierra un momento de gran intensidad, que apela al misterio. “Más que nunca
suspiramos por una experiencia que esté más allá de la monotonía cotidiana.”...
sin embargo, también advierte que “Todas las formas de arte sagrado han quedado
destruidas por los valores burgueses, aunque esta clase de observación no ayuda
a resolver el problema. Sería necio permitir que nuestra repulsa de las formas
burguesas se convirtiera en repulsa de las necesidades comunes a todos los
hombres: si existe todavía, mediante el teatro, la necesidad de un verdadero
contacto con una invisibilidad sagrada, han de ser examinados de nuevo todos
los posibles vehículos.” ¿No sucede a veces que, en clase, logramos llegar a un
punto “sagrado”? Un momento en el cual la enseñanza se transforma en algo
revelador de lo no dicho, de lo no visto, desoculta un velo que estaba allí y
nos acerca nuevos sentidos. La clase que se acerca el happening, en
tanto se acerca a un momento irrepetible “despertando” a los presentes:
docentes y estudiantes. Ya no es el actor que se ubica en un pedestal alejado
de los espectadores, ni el docente que se aleja con su conocimiento. Logra
generarse allí una transmisión que supera lo esperado, que evoca la fuerza del
silencio.
El teatro tosco, es el teatro
popular, el callejero, el que utiliza los recursos mas ligados al circo,
próximo al pueblo. “El estilo necesita ocio, mientras que un espectáculo
montado en condiciones toscas es como una revolución, ya que todo lo que se
tiene al alcance de la mano puede convertirse en un arma. El teatro tosco no
escoge ni selecciona: si el público está inquieto, resulta más importante
improvisar un gag que intentar mantener la unidad estilística de la escena. En
el lujo del teatro de la clase alta todo puede ser de una pieza; en el teatro
tosco el aporreo de un cubo puede servir de llamada para la batalla, la harina
en el rostro sirve para mostrar la palidez del miedo.” ¿Existen este tipo de
clases? Probablemente la idea de planificación nos aleja en cierto aspecto del
teatro tosco. Pero la improvisación necesaria para responder una pregunta, la
consulta de un estudiante que no entiende, el utilizar recursos a manos ya sean
simbólicos o materiales, sean lo más próximo que tenemos en una clase a estas
ideas. Sin embargo, “(...) ¿cuál es la intención de este teatro? En primer
lugar, su objetivo es provocar desvergonzadamente la alegría y la risa,(...)”.
Aquí parece que la distancia se vuelve insalvable. Entre los objetivos de una
clase, no se ubica la necesidad de provocar risas. A veces, cuando se pretende
que la escuela sea “entretenida”, cae en un vacío del significado de entretenimiento.
La escuela puede provocar esperanzas y bienestar, pero eso no implica que se
transforme en un centro de risas.
Finalmente, el teatro inmediato,
recuerda los llamados “saberes de práctica”. Aquel campo de conocimiento que se
constituye sobre la práctica real docente y que, según Perrenoud, se suele
olvidar de enseñar en la formación docente. Por otra parte es difícil
transmitir este conocimiento. ¿Cómo poder enseñar la manera correcta de pararse
siempre frente a los estudiantes, los gestos adecuados, el vocabulario
requerido para ser entendido? En este
sentido para Brook “Puedo describir un ejercicio o una técnica, pero quien
intente reproducirlos a partir de mi descripción es seguro que quedará
decepcionado. Me comprometería a enseñar en unas cuantas horas todo lo que sé
sobre normas y técnicas teatrales. El resto es práctica, y no puede hacerse
solo.” Retomando a Perrenoud, “Se transpone también a partir de 'saberes
prácticos', todavía menos codificados que los saberes profesionales. Se
transpone, finalmente, a partir de prácticas, que ponen en juego no sólo
saberes, sino también una cultura, un habitus, unas actitudes, un saber-ser.
(…) En el caso de las prácticas profesionales, las referencias son mucho más
complicadas de discernir, porque ellas forman una nebulosa, porque la
diversidad es la regla (...) De hecho la práctica enseñante no existe.”
Es así que entre ambos autores, uno refiriéndose al teatro y otro a las
prácticas docentes encontramos un interesante punto en común y que es la
siempre existente tensión entre un saber “erudito” y un saber “práctico”. La
estética es práctica, y esa práctica deviene con una impronta particular: “ El
teatro, por otra parte, siempre se afirma en el presente. Esto es lo que puede
hacerlo más real y también muy inquietante”. Pero no sólo el teatro. El trabajo
docente se sostiene y afirma siempre en el presente. Las prácticas no forman
parte de un pasado lejano, ni tampoco son configuraciones que se pueden
predecir con exactitud en el futuro. Así como el actor improvisa, muchas veces
también lo hace el docente frente a lo incierto que puede acontecer y que
requiere una respuesta inmediata. Tanto el actor como el docente van conociendo
sus límites en pos de superarlos. Ambos se alejan del teatro mortal, de la
clase mortal. Sin embargo, esta inmediatez del aula nos lleva a la necesidad de
construir, según Perrenoud, una “(...) práctica reflexiva que exige la
capacidad de evaluar sus actos profesionales y de completar su saber y su
saber-hacer en función de la experiencia y de los problemas que se encuentren.
(…) Un práctico reflexivo entra en una espiral sin fin de perfeccionamiento,
porque él teoriza su propia práctica, sólo o preferentemente en el seno de un
equipo pedagógico”. En el caso del teatro vuelvo a citar a Brook: “El director
aprende que el desarrollo de los ensayos es un proceso en crecimiento; observa
que hay un momento adecuado para cada cosa, y su arte es el de reconocer esos
momentos. Comprende que carece de fuerza para transmitir ciertas ideas en los primeros
días. En la expresión de un rostro, aparentemente relajado, leerá la ansiedad
interior del actor que le impide comprender lo que se le dice. Se dará cuenta
de que debe esperar, no empujar demasiado. En la tercera semana todo habrá
cambiado, y una palabra o un gesto producirá inmediata comunicación. Y el
director comprenderá que también él avanza. Por mucho que trabaje en su casa no
puede entender plenamente una obra con su solo esfuerzo.”. En ambos casos se
puede registrar un proceso, un avance, una reflexión sobre las prácticas o
sobre los ensayos y que no necesariamente es un devenir en soledad.
LO QUE SE ACTÚA. LO QUE SE ENSEÑA. LO QUE SE EVALÚA
En el apartado anterior se hizo
referencia a lo inmediato, al tiempo presente en el teatro. Para poder lograr
esto es necesario generar una “suspensión del descreimiento” es decir que el
espectador se encuentre superado por la obra, que la intensidad sea la
suficiente como para que no note los detalles ficticios. No obstante, esto se
puede dar o no, en la medida que es una suerte de acuerdo con el espectador, en
donde éste asume la ficción como una verdad (esto también nos recuerda lo
planteado por Nietzsche, mencionado al comienzo del trabajo.) En ese sentido es
el conflicto lo que altera al observador y le genera una expectativa. La
pérdida del equilibrio en una escena obliga a los personajes a tomar decisiones
para poder, mediante acciones, volver a un equilibrio inicial, pero para lo
cual se requiere un encuadre que limite cierto entorno y establezca ciertas
circunstancias. Pero ¿es posible suspender el descreimiento en una clase?
Nuevamente lo pienso en estos términos: ¿hasta qué punto es posible? La primera
respuesta es que no, en tanto si generamos ese efecto en nuestros estudiantes
estaríamos obturando el anhelado sentido crítico que pretendemos generar. La
docencia -en tanto se enmarca en un compromiso ético-político- debe asumir la
responsabilidad de lo que se propone transmitir. Ahora bien, el punto en común
es que tanto una obra, como una clase pueden generar “efectos de sentido”. La
diferencia radica en que el artista puede prescindir del componente ético que
lo haría responsable de aquello que trasmitió, pero no así el docente (tarea
que se encuentra regulada por líneas de acción que se hacen visibles en las
diferentes políticas normativas.) En pos de generar estos efectos, sí tenemos
otro punto en común que se trata del conflicto, el cual podría traducirse como
una situación problemática en una clase. Es decir, presentar una situación que
irrumpa la situación de equilibrio de los estudiantes. La respuesta esperable
es que busquen alguna solución para poder volver a ese “status-quo” que les
permita comprender lo que se esta enseñando. Esta sería la base de las
propuestas constructivistas en educación que encuentra una curiosa relación con
el conflicto inherente a toda obra. Se puede destacar además que ese drama, no
se ubica necesariamente en la escenografía o en los recursos. De alguna forma,
la enseñanza tampoco requiere forzosamente de ciertos recursos. Aún así, estas
afirmaciones no dejan de ser generales y rápidamente se podrían encontrar
contra ejemplos que refuten lo planteado: si bien es cierto que no siempre
podemos prescindir de esos recursos, también es verdad que la potencia del
drama y de la enseñanza se encuentran en los aspectos vivenciales y humanos de
quienes llevan adelante dichas prácticas.
¿Qué sucede entonces con esas
acciones? Una obra dura unos cuántos minutos: una clase también, pero se
encuentra en un marco de trabajo de varios meses. No es entonces la misma
noción de trabajo. Al finalizar esos meses (o durante) se realizan evaluaciones
mediante las cuales se espera que el estudiante de cuenta de lo aprendido. La
noción de “evaluación” puede ser bien amplia si pensamos los diferentes
instrumentos que se pueden utilizar para que se concrete la acreditación de
esas evaluaciones y lógicamente la variación que hay en los distintos niveles
(si bien no es lo mismo un examen en primaria que un final en el nivel
superior, quizás podamos horrorizarnos -pedagógicamente hablando- de los puntos
en común existente entre ambas instancias.) Estas evaluaciones no existen al
ver una obra. Nadie sale del teatro, se pone en su casa a estudiar la obra y
luego espera el llamado para mostrar cuánto aprendió. En cambio eso sí sucede
al dar clases. Es por esto que el trabajo docente exige una visión ética
respecto a los saberes enseñados. Cuando hablo de “visión ética” me estoy
refiriendo a poder ser responsable de aquello que sucede, poder dar cuenta de
esas enseñanzas.
Brook nos habla de “repetición,
representación y asistencia”. Quisiera retomar estos conceptos, para pensar el
rol activo de los estudiantes en un curso; “El actor prepara, entra en un
proceso que puede quedar exánime en cualquier momento. Emprende la tarea de
captar algo, de encarnarlo. (...) Cabe que los espectadores claven la mirada en
el espectáculo, a la espera de que el intérprete haga todo el trabajó y, ante
esa pasividad, es posible que el actor no ofrezca más que una repetición de
ensayos. Esa sensación le turba profundamente, pone toda su voluntad,
integridad y ardor para que su trabajo sea vivaz, y aun así algo le falla.”
Estamos inmersos en esas clases en donde, pese a la insistencia nuestra, los
estudiantes no encuentran el punto en común que los inste a participar. No
obstante en el teatro se puede dar “(...) una «buena noche», encuentra un
público que por casualidad pone un activo interés en su labor: ese público le
asiste. Con esa asistencia, la de ojos, deseos, goce y concentración, la
repetición se convierte en representación.” Pero estas “buenas noches”
difícilmente se den de esta forma en una clase, si el docente no asume el
compromiso de qué suceda. El estudiante no asiste con la misma motivación que
el público de una obra. Nuevamente aparece este punto ético y ahora, político,
en tanto entiendo este último término como la capacidad de generar y llevar
adelante decisiones y acciones, las cuales busquen despertar a los estudiantes.
Si bien la subjetividad siempre es el límite, eso no clausura el desafío. Pero
sí es cierto que cuando los estudiantes reciben la propuesta y empiezan a
ocupar un rol activo, sufren un cambio; “También el público ha sufrido un
cambio. Ha llegado de la vida exterior, que es esencialmente repetitiva, a un
lugar en que cada momento se vive con mayor claridad y tensión. El público
asiste al actor y, al mismo tiempo, los espectadores reciben asistencia desde
el escenario.”
CONSIDERACIONES FINALES
Los
estudiantes aprenden y el docente enseña. Son dos prácticas diferenciadas, en
el sentido que no están implicadas causalmente y necesariamente. Se puede
enseñar y el estudiante puede no aprender o aprender algo distinto de lo
enseñado. Por otra parte, y retomando las palabras anteriormente citadas de Brook,
por supuesto podemos decir que los cambios en los espectadores en el marco de
una obra obra son distintos al de una clase. O podemos optar poder dejar la
pregunta abierta: ¿hasta qué punto son distintos, son los mismos, son
comparables? El aprendizaje no es inmediato ni repentino y puede llevar su
tiempo de maduración el cual también es incierto. Tan incierto y misterioso
como suspender el descreimiento, el entregarse a una obra y a sus personajes.
Volvemos entonces, al comienzo del trabajo. La conceptualización y la
generalización pueden matar la intuición. El desafío estaba allí, en ese
“entre”, en esa “brecha”. Algunos puntos se pueden responder. Otros seguirán
siendo parte del enigma subjetivo, inaprensibles y a veces inexplicables, tanto
como es el aprender, tanto como es el sentir una obra, tanto como encontrar
teatralidad en los lugares menos pensados.
Bibliografía utilizada:
* Perrenoud, P. (1994) ¿Saberes
de referencia, saberes prácticos en la formación de los enseñantes. Una
oposición discutible. En compte-rendu des travaux du séminaire des
formateurs de l'IUFM, Grenoble, pp-25-31. Traducción de Gabriela Diker.
* Nietzsche, F. (1998) Sobre
verdad y mentira en sentido extramoral. Madrid: Editorial Tecnos.
* Brook, P. (1968) El teatro
vacío. Arte y técnica escénica. Versión digital disponible en:
http://jbarret.5gbfree.com/juanbarret/LB/LT/005%20-%20Vacio.pdf