lunes, 18 de abril de 2016

INTRODUCCIÓN A LA ÓPERA





DESCRIPCIÓN DE ELEMENTOS y ejemplos musicales:

1)      LA PALABRA o EL TEXTO
                                   Recitativo / Aria
Recitativo del primer acto de “Cosí fan tutte” de Mozart. Alfredo Kraus, Giuseppe Taddei y Walter Berry.
Aria de “Cosí fan tutte” de Mozart: ‘un aura amorosa’, Alfredo Krauss (Ferrando). Tenor
                                   Recitativo / Aria / Cabaletta
                                   Continuidad Musical

2)      EL LIBRETO
                                   Adaptación de obra ya escrita / Libreto ad hoc
                                   Literatura
                                   Teatro
                                   Historia
                                   Poesía / Prosa

3)      LA MÚSICA
                                   Oberturas, Preludios e Intermedios
                                   Acompañamiento del canto
“La donna e’mobile” de Rigoletto, Marcelo Álvarez, tenor.
Haendel: Rinaldo. “lascia ch’io pianga”. Marilyn Horne (mezzosoprano)
Wagner: Sigfrido (tetralogía). Escena de la forja de la espada. Jess Thomas (Sigfrido). Tenor

4)      LA ORQUESTA
                                   Música
                                   Diferentes instrumentos

5)      LA PUESTA EN ESCENA
                                   Actuación
                                   Pintura
                                   Decorados
                                   Escultura
                                   Iluminación
                                   Efectos
                                   Arquitectura Teatral
                                   Diseño de Trajes
                                   Elementos de Utilería

6)      EL BALLET o LA DANZA
                                    Insertado en la trama / los protagonistas se convierten en público y asisten a un ballet / Injertado por convenciones artísticas / Inclusión como elemento pintoresco
                                    Richard Strauss. Salomé. Danza de los 7 velos. Deutsche Oper Berlín. 1990. Salomé: Catherine Malfitano. Dir.: Sinopoli

7)      LAS VOCES
                                   FEMENINAS
                                                           Soprano
Aria de la reina de la noche (Der Holle Rache) de La flauta mágica de Mozart. Soprano: Sumi Jo
Aria: “si, mi chiamano Mimi” de La Boheme de Puccini. Barbara Hendricks, soprano
Vissi d’arte. Tosca de Giacomo Puccini. María Callas, soprano
Mezzosoprano / Contralto
Aria de Dalila: “mon coeur” de Sanson y Dalila de Saint Saëns, Olga Borodina (mezzo), intervención del tenor José Cura
                                   MASCULINAS
                                                           Tenor
“Una furtiva lacrima” de L’Elisir d’amore de Donizetti. Juan Diego Florez. Tenor
“Vesti la giubba” de I Pagliacci de Leoncavallo. Placido Domingo, tenor
Wagner: Sigfrido (tetralogía). Escena de la forja de la espada. Jess Thomas (Sigfrido). Tenor
                                                           Barítono
Canción del Toreador. Carmen de Bizet. Escamillo: Ruggero Raimondi, barítono.
Otello de Verdi. Credo de Yago. Yago: Tito Gobbi, barítono
                                                           Bajo
Cabaletta: “Oltre a quel limite”. Attila de Verdi. Attila: Samuel Ramey. París, 2001.

8)      LOS CONJUNTOS DE VOCES
                                   Coros
Coro de los soldados de Fausto de Gounod
                                    Interacción de las distintas voces solistas (Dúos, tríos, cuartetos)
                                   Dúos:
“Nuit d’Ivresse” de Los Troyanos de Berlioz. París, Chatelet. Octubre de 2003. Susan Graham (Dido) y Gregory Kunde (Eneas). Dir.: Gardiner
La Traviata. Verdi. Dúo de amor del primer acto. René Fleming y Rolando Villazón. Los Ángeles, 2006. Dir.: Conlon.
Cuartetos:
La Bohème de Puccini. Tercer Acto. Marcelo Álvarez (tenor) Rodolfo. Cristina Gallardo Domas (soprano) – Mimí. Hei-Kyung Hong (Musetta). Roberto Servile (Marcello). Teatro Alla Scala, 2003. Dir.: Bruno Bartoletti. Puesta: Franco Zeffirelli.
                                   Interacción solistas y coro (concertados o concertantes)
Coro de Cavalleria Rusticana de Mascagni (Innegiammo). Solistas y coro. Agnes Baltsa (mezzo): Santuzza.
Concertante con Coro de Los Cuentos de Hoffmann, de Offebnbach: Hélas! mon coeur s'égare encore. Llamado septeto. Seis solistas más el coro.  Hoffmann: Joseph Calleja. Giulietta: Ekaterina Gubanova. Dappertutto: Alan Held. Nicklausse: Kate Lindsey. Schlemil: Michael Todd Simpson. Pitichinaccio: Alen Oko. Metropolitan Opera de Nueva York, diciembre de 2009. Dir.: James cLevine.

9)      EL PÚBLICO

sábado, 9 de abril de 2016

TRABAJOS DE TEATRALIDAD Y LITERATURA SELECCIONADOS



TRABAJO FINAL
MATERIA: Teatralidad y Literatura
PROFESOR: Marcelo Frasca
ALUMNA: Hermida Carla Anahí

TÍTULO: La teatralidad en el teatro del absurdo. Not I de Samuel Beckett


   El Teatro del Absurdo es un intento por hacer consciente al espectador de la precaria y misteriosa situación del hombre en el universo.Por ello, comunica la intuición más íntima y personal de un poeta sobre la situación del hombre, su propio sentido del ser, su visión individual del mundo.
  Partiendo de dichas características propias de la estética del absurdo, mi propuesta será analizar de qué manera la teatralidad se hace presente en este tipo de teatro y reconocer la importancia, a mi entender fundamental, del trabajo con el cuerpo de los actores por sobre las palabras que conforman el texto literario.
   Retomando la definición de Cornago la teatralidad puede ser definida como: “la cualidad que una mirada otorga a una persona que se exhibe consciente de ser mirado mientras está teniendo lugar un juego de engaño o fingimiento”. Claramente, el teatro del absurdo nos interpela como espectadores y busca una ruptura con respecto a la  mímesis presente en todo texto. Lo que el espectador ve, antes de cualquier emisión de sonido,  establece el juego entre el actor (que es consciente de la mirada que lo interpela en silencio) y el espectador (que se siente interpelado por aquello que aparece ante sí).  Hay un proceso comunicativo en toda obra teatral que va más allá de lo que el texto pueda decir. La puesta en escena de los cuerpos sugiere una intencionalidad, un hacer que dice algo. Implica un querer ser visto, por lo tanto, implica un proceso de comunicación. En la obra Not I de Samuel Beckett lo expresado anteriormente se ve claramente. Si uno se enfrenta con la representación sin haber leído el texto y antes de que el “personaje” empiece a decir sus parlamentos, su mirada tendrá frente a sí lo siguiente:

“Escenario a oscuras excepto para la Boca en el fondo de la escena, a la derecha del público, alrededor de ocho pies elevada sobre el nivel del escenario, débilmente iluminada desde cerca y abajo, el resto de la cara en sombras…”

“Auditor: …sexo indeterminable, envuelto de la cabeza a los pies en una amplia y negra “diellaba” con capucha; enfrentada diagonalmente a la Boca y atenta a ella, permanece inmóvil durante toda la pieza excepto cuatro breves movimientos. Cuando bajan las luces del teatro la voz de la Boca, ininteligible, detrás del telón. Las luces se apagan, la voz continúa ininteligible detrás del telón diez segundo”.

  A partir de dichos elementos que se relacionan con la teatralidad podemos destacar varios aspectos, a saber:
  En el teatro del absurdo, los elementos existen con independencia de las palabras. Muchas veces, lo que se está diciendo no se corresponde con lo que estamos observando a partir del trabajo de los actores. Hay una sabiduría más profunda en la obra que la que es capaz de expresar el poeta en palabras y conceptos. En el caso de la obra que nos ocupa, observamos la fragmentación de los cuerpos, el estatismo. Nos vemos frente a un sujeto descorporeizado, vaciado de sus rasgos humanos. Esto da cuenta de algo que afirmaba al comienzo de la exposición, la idea de mostrar la precaria y misteriosa situación del hombre en el universo. No está de más aclarar que el teatro del absurdo surge en un período de crisis (guerras mundiales) y que, indudablemente,  esta estética pretende, a través de la teatralidad, poner en escena las consecuencias de los conflictos de esa época.
   El trabajo con la teatralidad en esta obra es muy complejo porque la ruptura con la mímesis es total: se logra un efecto desrealizador y deshumanizador en el espectador porque esa Boca que surge en medio de lo negro que lo rodea, esa Boca flotando en la oscuridad y en la nada, es una Boca despersonalizada. El actor aparece cosificado y lo que se percibe ante nuestros ojos es una crisis de la identidad, un desfasaje entre cuerpo y mente. Esa Boca no tiene nombre y posee una identidad polifacética.
  Continuando con las definiciones sobre teatralidad Villegas sostiene que puede ser entendida como “un sistema de códigos en el cual se privilegia la construcción y percepción visual del mundo, en el que los signos enfatizan la comunicación por medio de imágenes”.  Aquí también podemos dar cuenta, en el caso de la obra que nos convoca, que lo que el autor elabora está en función de los aspectos que constituyen la teatralidad. El artificio se muestra al espectador a partir de los sujetos y las acciones que se realizan frente a él. Incluso hay una reflexión sobre dicha cuestión en el trabajo con los cuerpos ya que el personaje mudo, que solo escucha en el escenario, cumple la función de personificar la mirada de otro, alguien que con su mirada hace que ese ser (La Boca) sea mirado. Siguiendo a Artaud, podemos decir que Beckett abogaba por un lenguaje auténticamente teatral, que sería un lenguaje sin palabras, hecho de sombras, luz, movimiento y gestos (elementos que ya mencionamos son fundamentales en la obra analizada). El ámbito del teatro no es psicológico, sino plástico y físico.
  A través de esos cuerpos que están en escena asistimos a la presencia de un lenguaje que es incapaz de traducirse en palabras. Esos cuerpos, a pesar de su estatismo, de sus movimientos automatizados, de sus voces ininteligibles, del juego de ausencia/presencia a través de la utilización de  luces y sombras, hablan. Dan cuenta de la incomunicación, de la imposibilidad de reconocernos como sujetos completos, de las consecuencias de las experiencias vividas que no se pueden traducir en palabras. 
  Retomando la hipótesis inicial, el teatro del absurdo no está necesitado de representar acontecimientos (porque incluso el texto escrito es incapaz de mantener la lógica y coherencia discursiva: “…fuera…dentro de este mundo…este mundo…pequeña diminuta cosa…antes de tiempo… ¿qué?... ¿niña?...”) sino que se enfoca en la presentación de la propia situación básica individual. Para ello emplea un lenguaje basado en patrones de imágenes concretas, no un lenguaje discursivo y argumentador.
 La escena en el teatro del absurdo es multidimensional; permite el empleo simultáneo de elementos visuales, movimientos, luz y lenguaje. Pero, en el teatro del absurdo, el lenguaje se reduce a un papel muy subordinado.
  Por todo lo dicho anteriormente, sostengo que hay un interés en la estética del absurdo por  romper con la escisión convencional del significado-significante y procuran la puesta en acción de un concepto incorporado a nivel psico-físico (La Boca) por el ejecutante, no para representar una presencia ausente, sino para ejercer una escritura corporal, que ponga en juego su energía deseante y capacidad de subvertir códigos de actuación pre-establecidos. El soporte fundamental de la representación es el cuerpo. En Not I, este cuerpo, da cuenta del ser humano en un estado de desintegración casi total, desintegración que no es completa por la presencia de esa Boca que sigue moviéndose y profiriendo palabras a pesar de que el telón haya bajado…



BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA


-Beckett. Samuel, Not I. –Traducción y notas de Laura Cerrato de Juarroz.

-Esslin, Martín. El teatro del absurdo. Barcelona: Seix Barral, 1966.

-Prieto Stambaugh, Antonio,  “¡Lucha libre! Actuaciones de teatralidad y performance” en Actualidad de las artes escénicas. Perspectiva latinoamericana, Domingo Adame (ed.), México: Universidad Veracruzana – Facultad de Teatro, 2009, pp. 116-143. (Soporte digital)


  
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Poesía y Performance:
Un encuentro con el misterio de las palabras y los cuerpos

Natalia P. Codina

Poesía y sentido

            La poesía, como género, se ha convertido a lo largo del tiempo en un espacio de mitos y supersticiones. Basta decir su nombre para escuchar un conjunto de lugares comunes tales como “su fin es la expresión”, “su lenguaje es sofisticado”, “su contenido, oscuro”. Sin mencionar los aún más penosos “su tema es el amor”, “se escribe en verso y posee rima”. En defensa de la poesía diremos que es todo eso y su contrario, a la vez; ya que ninguno de los anteriores enunciados nos permite aproximarnos al sentido de la poesía ni constituye un elemento constitutivo del género. Podemos, sí, afirmar que no se trata del cómo ni de qué sino de la síntesis, de su condición de intraducibilidad, de la fusión de forma y contenido que opera en todo poema. Como diría Víctor Shklovski, en tanto que “la automatización devora los objetos, los hábitos, los muebles, la mujer, el miedo a la  guerra”[1], la poesía  desautomatiza el lenguaje y el mundo que la rodea. Y es que el poema no posee las mismas reglas que la lengua cotidiana, se rige por procesos de singularización que la oscurecen, la vuelven extraña y extranjera, difícil, incómoda; y es allí, en ese misterio del enrarecimiento de la forma que surge la visión poética, como por primera vez. Al igual que en el magnífico poema de Pizarnik que dice “Explicar con palabras de este mundo/ que un barco partió de mí llevándome.” no es posible explicar con palabras de este mundo casi ningún asunto trascendental. Lo único que podemos hacer es intentar explicarlos con palabras de otro mundo, o con el silencio mismo; en fin, con poesía. El problema resida, quizás,  en esta pretensión de querer comprender el poema, antes que atravesarlo. La poesía es, también, una experiencia;  y su condición polifacética se resiste a las definiciones tradicionales que intentan encasillarla. Partiendo de esta definición tentativa, intentaremos explorar las posibilidades del género en relación a prácticas de performance que lo conectan con el mundo de la teatralidad.  

Poesía, silencio y misterio: atributos de lo sagrado

Diremos, entonces, que la poesía es un lenguaje cuyos rasgos esenciales son el silencio y el misterio. La poesía dice lo que no dice,  lo misterioso,  lo que no es posible transferir al plano de las explicaciones lógicas. Porque la poesía  trabaja no sólo con la palabra, sino también con su ausencia. Mirta Colángelo, educadora por el arte, narradora y activista poética plantea que “... la poesía combina la palabra con el silencio. No hay poesía sin silencio (...) Oír el silencio puede implicar escuchar lo que no alcanza a ser dicho, silenciar el propio deseo para escuchar el del otro, entender que los silencios son parte de la melodía del discurso” [2]. En el silencio habita, también, el  misterio de lo sagrado. Peter Brook relaciona ambos conceptos en su libro El espacio vacío al referirse a una anécdota personal ocurrida en Stratford, en ocasión del cuadrigentésimo aniversario del nacimiento de Shakespeare:

“En el momento en que chocaron los vasos –por no más de una fracción de segundo, en la común conciencia de todos los presentes, por una vez todos concentrados en la misma cosa- pasó el pensamiento de que cuatrocientos años atrás había existido tal hombre, y que por ese motivo nos habíamos reunido. Por un instante el silencio se agudizó, hubo un esbozo de significado”[3] 

Brook utiliza este ejemplo para desarrollar su idea sobre el teatro sagrado, cuya caracterización posee importantes relaciones con el género poético. “Hemos olvidado por completo  el silencio, incluso nos molesta; aplaudimos mecánicamente porque no sabemos qué otra cosa hacer y desconocemos que también el silencio está permitido, también el silencio es bueno”, comenta el autor. Para Brook, el teatro sagrado es el “teatro de lo invisible-hecho-visible”, en tanto manifiesta aquello que no es posible describir. Ahora bien, que no se pueda decir con palabras no significa que no exista, y es por eso que la única manera de conjurar el misterio de la palabra es a través de una poética del silencio. Brook menciona la serie de ejercicios que solían realizar los participantes de su grupo de investigación teatral, cuyo centro de experimentación se basaba en el silencio:
“Nuestro trabajo se dirigía lentamente hacia diferentes lenguajes sin palabra: tomábamos un acontecimiento, un fragmento de experiencia y realizábamos ejercicios que lo transformaban en formas que pudieran ser compartidas por otros...” (Brook: 65)

Por todo esto: Poesía –y no la poesía, entendiendo que el universo de lo poético transgrede los márgenes de la escritura- implica escuchar  el silencio,  escuchar aquello que el poema/la danza/la acción teatral/la pintura dice y no dice. Para concluir y, siguiendo a Peter Brook,  en la interacción de palabra, silencio y misterio: la poesía está del lado de lo sagrado.   

El arte de susurrar poesía

         Mirta Colángelo, gran difusora Argentina de un modo de intervención poética nacido en Francia basado en el arte de susurrar poesía a través de tubos de cartón denominados susurradores, plantea que esta técnica es un arte de encantamiento:

“Cuando susurramos damos lugar a una revalorización de la oralidad representada en un cuerpo que habla por una voz que brota de él. Lo que se transmite por el cuerpo es siempre más fuerte que lo que se transmite por el intelecto. Y la voz, como un espejo corporal, se proyecta más allá del cuerpo... Susurrar es hacer posible una especie de deslizamiento hacia el espacio de lo extraordinario, de la perplejidad, del misterio.”

La voz que habita el poema llega a través de un túnel, atravesada por el aire del susurro cuya intensidad está determinada por el tamaño del instrumento de resonancia. El acto de ser susurrados nos interpela, primero, en el plano corporal. Desde el momento en que vemos acercarse a otro ser humano que nos mira y nos invita a colocar el susurrador en nuestros oídos y escuchar poesía, sin saber bien qué nos esperará, todo nuestro organismo se somete a una experiencia sensorial. Este abordaje puede ser planeado o no, y puede darse en cualquier sitio: la calle, un patio de escuela, un colectivo, incluso en un taxi, como nos relata Mirta Colángelo en su libro De susurros y susurradores:
“Siempre llevo un susurrador en el auto, siempre lo llevo a mis talleres en micros y en aviones. (...) El taxista, un hombre grande, se quejaba de que tenía que seguir trabajando, de que su mujer ya estaría dormida y de la dureza de la vida. Cuando se detuvo en un semáforo me animé. La escena era extraña. El tubo pudo haberle parecido un cañón a ese taxista que me miró con cara asustada. Yo lo serené diciéndole que lo que iba a regalarle era una vieja copla que él a su vez podía decirle a su mujer cuando llegara. Lo esgrimí, lo acerqué con delicadeza al oído del hombre y le susurré. (...) En la terminal de Retiro la cara del hombre era otra.”

Ante el susurro poético, los ojos se cierran automáticamente y, si todo ha salido bien, nos encontramos lejos, tan lejos como esa voz que nos llega desde otro mundo, desde el otro lado; y  es probable que, al igual que el taxista abordado poéticamente por Colángelo, luego de aquella experiencia sensorial ya no seamos los mismos.

La poesía como encantamiento, el susurro como rito

En sintonía con las ideas de Colángelo, Antonin Artaud plantea que “la verdadera poesía es metafísica” para, finalmente, aclarar que:

 “hacer metafísica con el lenguaje hablado  es hacer que el lenguaje exprese lo que no expresa comúnmente; es emplearlo de un modo nuevo, excepcional y desacostumbrado, es devolverle la capacidad  de producir un estremecimiento físico, es dividirlo y distribuirlo activamente en el espacio, es usar las entonaciones de una manera absolutamente concreta y restituirles el poder de desagarrar y manifestar realmente algo  (...) es en fin considerar el lenguaje como forma de encantamiento[4][5]

No es casual que, distanciados en el tiempo y en el espacio, Artaud y Colángelo mencionen el aspecto del encantamiento[6]. Ni tampoco lo es que la semejanza de ideas en torno a la importancia de los ritos que  la misma autora mantiene con Peter Brook, para quien los seres humanos “sentimos la necesidad de tener ritos”. El autor sostiene que el rito se relaciona directamente con lo sagrado en tanto permite “encarnar lo invisible” y que es allí a donde el arte debe retornar ya que “Hemos perdido todo el sentido del rito y del ceremonial, ya estén relacionados con las navidades, el cumpleaños, o el funeral, pero las palabras quedan y los antiguos impulsos  aún se agitan en nosotros.” (Brook: 56).  De igual manera, Mirta Colángelo plantea:

“Actualmente los ritos han perdido su nexo con lo sagrado pero la presencia del símbolo sigue viva en las creencias del folklore...”

Para Colángelo, al igual que para Brook y para Artaud, lo sagrado, el encantamiento, el misterio en el arte, implica retrotraernos a un estadío mítico, ajeno al divertimento y la rentabilidad, un retomar las antiguas preguntas y agitarlas en el espacio y en el tiempo, a través de una poética de la crueldad (para Artaud), de lo sagrado (para Brook), de lo susurrado (para Colángelo). El susurro poético como performance se  nutre de elementos formales como la teatralidad: el surgimiento de un cuerpo mediando entre el otro y el poema lo cambia todo. El mediador poético se mueve, conmueve, respira, emite una voz con inflexiones propias. Y podemos decir que, al igual que, al igual que para Artaud el tiempo teatral se apoya en la respiración, el tiempo de la poesía susurrada también  es otro “lugar donde reproducimos a voluntad esta respiración mágica.”[7].





[1] Shklovski, Víctor, “El arte como artificio”, en Teoría de la Literatura de los formalistas rusos, Argentina: Siglo XXI Editores, 2002,  Pág. 59.
[2] Colángelo, Mirta, De susurros y susurradores, Argentina: Comunicarte, 2015, Pág. 22.
[3] Brook, Peter, El espacio vacío, Barcelona: Ediciones Península, 2000, Pág. 57.
[4] El subrayado es mío.
[5] Artaud, Antonin, El teatro y su doble, Argentina: Editorial Sudamericana, 1964, Pág. 46.
[6] Ver apartado anterior: para Colángelo esta técnica es un arte de encantamiento.
[7] Artaud, Antonin, Op. Cit., Pág. 114.

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IES N°2 “MARIANO ACOSTA”
ESPECIALIZACIÓN DOCENTE EN LA NARRATIVA EN LA OBRA ESCRITA Y A TRAVÉS DE CANALES EXPRESIVOS AUDIOVISUALES
ASIGNATURA: TEATRALIDAD Y LITERATURA
PROFESOR: MARCELO FRASCA
AUTOR: ALEJANDRO IRUSTA

TRABAJO PRÁCTICO FINAL
“Entre la teatralidad y las prácticas de enseñanza”

PRESENTACIÓN

            El presente trabajo parte de ciertas preguntas e inquietudes que se me fueron desarrollando a partir de la cursada de la materia; ¿qué relaciones posibles se pueden dar entre el teatro y la escuela? ¿Ver teatralidad en lo escolar? ¿El teatro se vuelve sólo un recurso didáctico? ¿Cuánta teatralidad hay en una clase? ¿Cuánta teatralidad es posible que haya? Por supuesto que esas son sólo algunas preguntas iniciales, ya que como todo trabajo escrito, a los fines de ser presentado y expuesto debe acotarse y definirse en función de qué adquiera cierto significado y coherencia. Esta “sistematización” sin duda es propia de ciertos estándares que impone el formato escolar (en este punto entiendo la institución “escuela”, en un sentido amplio, y no sólo en sus niveles obligatorios, pero sin caer en la reducción de equiparar la educación a lo escolar.) También ciertos conceptos del teatro se vuelven en definiciones que nos ayudan a reconocer diferentes momentos; no es lo mismo aquel que trabaje con su cuerpo desde la actuación, que aquel que trabaje en el texto o piense los recursos posibles para ambientar una escena. Aún así, esta serie de aclaraciones no develan nada nuevo en la cuestión, puesto que tanto la psicología, como la sociología o la antropología nos han dado suficientes pautas como para entender que el ser humano necesita cierto marco de contención, poder sostener cierto “orden” dentro del “caos”. Nietzsche veía en el artista y en el científico dos sujetos cuya capacidad era justamente, la de generar verdades. Con lo cual, afirmar que tanto en el ámbito educativo, como en el ámbito teatral nos encontramos con ciertos conceptos definidos y que a esos conceptos se les atribuye un significado, no es nada novedoso. No obstante, estamos hablando de prácticas sociales, llevadas adelante por humanos, vale decir son construcciones sociales. Al no provenir directamente de la naturaleza, nos da la pauta que lo hoy definido de una manera, puede el día de mañana modificarse aunque ninguna modificación provendrá de un acto de magia que repentinamente descubre nuevas formas de enseñar o nuevas formas de actuar, sino que por el contrario serán un producto de las condiciones socio-históricas, del ver las prácticas pasadas para intentar resignificarlas. Sostengo que no hay ninguna creación que sea desde cero. Pretender que se ha creado algo totalmente nuevo, novedoso, que antes no existía, desconoce la información y formación necesaria que todo sujeto debe tener para poder reelaborar una nueva obra. No obstante, también creo que en algunos sujetos se encuentra cierto tipo de “talento” o de ciertas capacidades que lo favorecen a la hora de realizar ciertas actividades (en este punto, también Howard Gardner refresco la teoría de la inteligencia, al hablar de “inteligencias”.) Pero también esto necesita desarrollarse, ejercitarse y mejorarse. Eso lleva inevitablemente a que se vuelvan a modificar las condiciones dadas “originalmente”. Quizás acá pueda empezar a visualizarse la oposición que destaca Nietzsche entre la intuición y el concepto. Pareciera que la intuición es propia del artista, el contacto con lo genuino, con el árbol particular en medio del bosque y que el concepto mata la intuición en tanto es el científico el que busca la generalización adecuada para hablar del bosque y no de los arboles. ¿Se puede generalizar, sin hablar de lo particular? ¿Se puede vivir de lo particular, sin ver generalizaciones? En esta tensión se construye el presente trabajo. Al provenir del área de las Ciencias de la Educación aprendí que hay ciertos conceptos que generalizan y definen de cierta manera. Pero al ser una ciencia social, también sostengo que teoría que no sirva para comprender lo particular, adolece de ser un mero criterio aplicacionista. Es una manera posible de resolver esa tensión, inherente a lo social. Sostener marcos conceptuales generales que nos ayuden a comprender características particulares, que nos den el espacio y los vericuetos de poder entender qué sucede allí.
            Nuevas preguntas empiezan a surgir y son las referidas con la naturaleza de esas definiciones: ¿es posible definir qué significa “dar una buena clase”, qué es la “teatralidad”? ¿Hasta qué punto se pueden sostener definiciones semánticas sin terminar obturando el aspecto vivencial y experimental? ¿Hasta qué punto esas definiciones nos ayudan a entender que en la realidad, no se dan de esa manera cerrada y qué pueden combinarse, juntarse, resignificarse? Desde ese punto, el presente trabajo pretende construirse: desde lo vivencial y lo experimental propio de mi formación como docente, atravesado por la cursada de la materia y de las nuevas reflexiones en torno a qué es la teatralidad. Retomo una de las preguntas del comienzo: ¿cuánta teatralidad hay en una clase? Retomo la necesidad de las categorías y conceptos para poder responder a esa pregunta: espacio, enseñanza, actuación y evaluación, son los ejes elegidos.

EL AULA VACÍA

            Así como un libro necesita del papel, la música de los sonidos, el cine de una pantalla, el espacio y el cuerpo son fundamentales para el teatro, para que pueda surgir la teatralidad. De igual forma para que haya clases se necesita del cuerpo y de un espacio concreto. La pregunta tiene que ser entonces, ¿qué espacios, qué cuerpos? Peter Brook nos habla de un espacio vacío, en donde en un lugar desnudo, sólo necesitamos de alguien que pase por allí y un espectador, para poder tener un acto teatral. ¿Podemos pensar así de un aula? En principio, pareciera que pensar lo aúlico nos lleva a ciertos espacios cerrados, delimitados, restringidos del “afuera”. Un pizarrón, unas sillas, alguien hablando y otros escuchando sentados. Si por un momento cerramos los ojos y congelamos la imagen, ¿hay alguna diferencia con un escenario, unas butacas, espectadores y actores? Dejando la sutilezas de lado, en rasgos generales parecieran tener la misma ubicación espacial, ser muy similares. En el caso de la escuela, fue esa institución quien definió esos espacios a partir de una compleja serie de relaciones científicas, médicas, jurídicas (la idea del panóptico que Foucault ha explicado de excelente manera.) En este punto la visión parece ser al revés. En tanto que el docente tiene que mirar a todos sus estudiantes, el público debe mirar a los actores. A comienzos del siglo XX surgieron respuestas que buscaron que el aula fuese distinta. Ciertos modelos pedagógicos exclamaron contra la idea de “espacio cerrado” y propusieron salidas escolares, reconocer el espacio aúlico en otros lugares no institucionalizados, por fuera de la escuela. La escuela moderna definió el espacio del aula, pero eso no significa que eso sea siempre el aula. Recuerdo, por ejemplo, la clase en el Postitulo en la cual comenzamos a recorrer el edificio. Atentos a detalles, situaciones, el profesor nos iba acompañando y la propuesta era que fuéramos contando a partir de esas observaciones las historias que se nos podían ir ocurriendo. No estábamos estrictamente en el aula, pero eso “era un aula”; los pasillos eran el significado del significante “aula”. Pero entonces: ¿cuántas aulas existen? Brook sentencia a propósito del teatro: “Intentaré descomponer la palabra en cuatro acepciones para distinguir cuatro significados diferentes, y así hablaré de un teatro mortal, de un teatro sagrado, de un teatro tosco y de un teatro inmediato”. ¿Es posible comparar esos tipos de teatro con tipos de clases?
            Ese “teatro mortal” no es el teatro muerto, es el teatro que esta por morir, pero que tiene posibilidades de volverse a mirar y levantarse con mayor vida. Dice Brook que “(...) se apodera fácilmente de Shakespeare. Sus obras las interpretan buenos actores en forma que parece la adecuada; tienen un aire vivo y lleno de colorido, hay música y todo el mundo viste de manera apropiada, tal como se supone que ha de vestirse en el mejor de los teatros clásicos. Sin embargo, en secreto, lo encontramos extremadamente aburrido, y en nuestro interior culpamos a Shakespeare, o a este tipo de teatro, incluso a nosotros mismos.(...)”. Quizás este teatro recuerde en algún punto a aquellas clases que buscan sostenerse sobre variados recursos, pero que no generan ni transmiten mucho más que eso, en las cuales los estudiantes terminan por aburrirse, así como los espectadores de ese teatro “teatroso” que se excede en recursos y se transforma en comercial. Volviendo a Brook, nos explica que “Casi todas las temporadas, en la mayoría de las ciudades amantes del teatro, se produce un gran éxito que desafía estas reglas: una obra que triunfa no a pesar sino debido a su monotonía. Después de todo, uno asocia la cultura con un cierto sentido del deber, así como los trajes de época y los largos discursos con la sensación de aburrimiento; por lo tanto, y a la inversa, un adecuado grado de aburrimiento supone una tranquilizadora garantía de acontecimiento digno de mérito (...)”.
            En otro extremo se ubica el teatro sagrado, aquel que logra encarnar lo invisible, que nos lleva a un clima que encierra un momento de gran intensidad, que apela al misterio. “Más que nunca suspiramos por una experiencia que esté más allá de la monotonía cotidiana.”... sin embargo, también advierte que “Todas las formas de arte sagrado han quedado destruidas por los valores burgueses, aunque esta clase de observación no ayuda a resolver el problema. Sería necio permitir que nuestra repulsa de las formas burguesas se convirtiera en repulsa de las necesidades comunes a todos los hombres: si existe todavía, mediante el teatro, la necesidad de un verdadero contacto con una invisibilidad sagrada, han de ser examinados de nuevo todos los posibles vehículos.” ¿No sucede a veces que, en clase, logramos llegar a un punto “sagrado”? Un momento en el cual la enseñanza se transforma en algo revelador de lo no dicho, de lo no visto, desoculta un velo que estaba allí y nos acerca nuevos sentidos. La clase que se acerca el happening, en tanto se acerca a un momento irrepetible “despertando” a los presentes: docentes y estudiantes. Ya no es el actor que se ubica en un pedestal alejado de los espectadores, ni el docente que se aleja con su conocimiento. Logra generarse allí una transmisión que supera lo esperado, que evoca la fuerza del silencio.
            El teatro tosco, es el teatro popular, el callejero, el que utiliza los recursos mas ligados al circo, próximo al pueblo. “El estilo necesita ocio, mientras que un espectáculo montado en condiciones toscas es como una revolución, ya que todo lo que se tiene al alcance de la mano puede convertirse en un arma. El teatro tosco no escoge ni selecciona: si el público está inquieto, resulta más importante improvisar un gag que intentar mantener la unidad estilística de la escena. En el lujo del teatro de la clase alta todo puede ser de una pieza; en el teatro tosco el aporreo de un cubo puede servir de llamada para la batalla, la harina en el rostro sirve para mostrar la palidez del miedo.” ¿Existen este tipo de clases? Probablemente la idea de planificación nos aleja en cierto aspecto del teatro tosco. Pero la improvisación necesaria para responder una pregunta, la consulta de un estudiante que no entiende, el utilizar recursos a manos ya sean simbólicos o materiales, sean lo más próximo que tenemos en una clase a estas ideas. Sin embargo, “(...) ¿cuál es la intención de este teatro? En primer lugar, su objetivo es provocar desvergonzadamente la alegría y la risa,(...)”. Aquí parece que la distancia se vuelve insalvable. Entre los objetivos de una clase, no se ubica la necesidad de provocar risas. A veces, cuando se pretende que la escuela sea “entretenida”, cae en un vacío del significado de entretenimiento. La escuela puede provocar esperanzas y bienestar, pero eso no implica que se transforme en un centro de risas.
            Finalmente, el teatro inmediato, recuerda los llamados “saberes de práctica”. Aquel campo de conocimiento que se constituye sobre la práctica real docente y que, según Perrenoud, se suele olvidar de enseñar en la formación docente. Por otra parte es difícil transmitir este conocimiento. ¿Cómo poder enseñar la manera correcta de pararse siempre frente a los estudiantes, los gestos adecuados, el vocabulario requerido para ser entendido?  En este sentido para Brook “Puedo describir un ejercicio o una técnica, pero quien intente reproducirlos a partir de mi descripción es seguro que quedará decepcionado. Me comprometería a enseñar en unas cuantas horas todo lo que sé sobre normas y técnicas teatrales. El resto es práctica, y no puede hacerse solo.” Retomando a Perrenoud, “Se transpone también a partir de 'saberes prácticos', todavía menos codificados que los saberes profesionales. Se transpone, finalmente, a partir de prácticas, que ponen en juego no sólo saberes, sino también una cultura, un habitus, unas actitudes, un saber-ser. (…) En el caso de las prácticas profesionales, las referencias son mucho más complicadas de discernir, porque ellas forman una nebulosa, porque la diversidad es la regla (...) De hecho la práctica enseñante no existe.” Es así que entre ambos autores, uno refiriéndose al teatro y otro a las prácticas docentes encontramos un interesante punto en común y que es la siempre existente tensión entre un saber “erudito” y un saber “práctico”. La estética es práctica, y esa práctica deviene con una impronta particular: “ El teatro, por otra parte, siempre se afirma en el presente. Esto es lo que puede hacerlo más real y también muy inquietante”. Pero no sólo el teatro. El trabajo docente se sostiene y afirma siempre en el presente. Las prácticas no forman parte de un pasado lejano, ni tampoco son configuraciones que se pueden predecir con exactitud en el futuro. Así como el actor improvisa, muchas veces también lo hace el docente frente a lo incierto que puede acontecer y que requiere una respuesta inmediata. Tanto el actor como el docente van conociendo sus límites en pos de superarlos. Ambos se alejan del teatro mortal, de la clase mortal. Sin embargo, esta inmediatez del aula nos lleva a la necesidad de construir, según Perrenoud, una “(...) práctica reflexiva que exige la capacidad de evaluar sus actos profesionales y de completar su saber y su saber-hacer en función de la experiencia y de los problemas que se encuentren. (…) Un práctico reflexivo entra en una espiral sin fin de perfeccionamiento, porque él teoriza su propia práctica, sólo o preferentemente en el seno de un equipo pedagógico”. En el caso del teatro vuelvo a citar a Brook: “El director aprende que el desarrollo de los ensayos es un proceso en crecimiento; observa que hay un momento adecuado para cada cosa, y su arte es el de reconocer esos momentos. Comprende que carece de fuerza para transmitir ciertas ideas en los primeros días. En la expresión de un rostro, aparentemente relajado, leerá la ansiedad interior del actor que le impide comprender lo que se le dice. Se dará cuenta de que debe esperar, no empujar demasiado. En la tercera semana todo habrá cambiado, y una palabra o un gesto producirá inmediata comunicación. Y el director comprenderá que también él avanza. Por mucho que trabaje en su casa no puede entender plenamente una obra con su solo esfuerzo.”. En ambos casos se puede registrar un proceso, un avance, una reflexión sobre las prácticas o sobre los ensayos y que no necesariamente es un devenir en soledad.

LO QUE SE ACTÚA. LO QUE SE ENSEÑA. LO QUE SE EVALÚA

            En el apartado anterior se hizo referencia a lo inmediato, al tiempo presente en el teatro. Para poder lograr esto es necesario generar una “suspensión del descreimiento” es decir que el espectador se encuentre superado por la obra, que la intensidad sea la suficiente como para que no note los detalles ficticios. No obstante, esto se puede dar o no, en la medida que es una suerte de acuerdo con el espectador, en donde éste asume la ficción como una verdad (esto también nos recuerda lo planteado por Nietzsche, mencionado al comienzo del trabajo.) En ese sentido es el conflicto lo que altera al observador y le genera una expectativa. La pérdida del equilibrio en una escena obliga a los personajes a tomar decisiones para poder, mediante acciones, volver a un equilibrio inicial, pero para lo cual se requiere un encuadre que limite cierto entorno y establezca ciertas circunstancias. Pero ¿es posible suspender el descreimiento en una clase? Nuevamente lo pienso en estos términos: ¿hasta qué punto es posible? La primera respuesta es que no, en tanto si generamos ese efecto en nuestros estudiantes estaríamos obturando el anhelado sentido crítico que pretendemos generar. La docencia -en tanto se enmarca en un compromiso ético-político- debe asumir la responsabilidad de lo que se propone transmitir. Ahora bien, el punto en común es que tanto una obra, como una clase pueden generar “efectos de sentido”. La diferencia radica en que el artista puede prescindir del componente ético que lo haría responsable de aquello que trasmitió, pero no así el docente (tarea que se encuentra regulada por líneas de acción que se hacen visibles en las diferentes políticas normativas.) En pos de generar estos efectos, sí tenemos otro punto en común que se trata del conflicto, el cual podría traducirse como una situación problemática en una clase. Es decir, presentar una situación que irrumpa la situación de equilibrio de los estudiantes. La respuesta esperable es que busquen alguna solución para poder volver a ese “status-quo” que les permita comprender lo que se esta enseñando. Esta sería la base de las propuestas constructivistas en educación que encuentra una curiosa relación con el conflicto inherente a toda obra. Se puede destacar además que ese drama, no se ubica necesariamente en la escenografía o en los recursos. De alguna forma, la enseñanza tampoco requiere forzosamente de ciertos recursos. Aún así, estas afirmaciones no dejan de ser generales y rápidamente se podrían encontrar contra ejemplos que refuten lo planteado: si bien es cierto que no siempre podemos prescindir de esos recursos, también es verdad que la potencia del drama y de la enseñanza se encuentran en los aspectos vivenciales y humanos de quienes llevan adelante dichas prácticas.
            ¿Qué sucede entonces con esas acciones? Una obra dura unos cuántos minutos: una clase también, pero se encuentra en un marco de trabajo de varios meses. No es entonces la misma noción de trabajo. Al finalizar esos meses (o durante) se realizan evaluaciones mediante las cuales se espera que el estudiante de cuenta de lo aprendido. La noción de “evaluación” puede ser bien amplia si pensamos los diferentes instrumentos que se pueden utilizar para que se concrete la acreditación de esas evaluaciones y lógicamente la variación que hay en los distintos niveles (si bien no es lo mismo un examen en primaria que un final en el nivel superior, quizás podamos horrorizarnos -pedagógicamente hablando- de los puntos en común existente entre ambas instancias.) Estas evaluaciones no existen al ver una obra. Nadie sale del teatro, se pone en su casa a estudiar la obra y luego espera el llamado para mostrar cuánto aprendió. En cambio eso sí sucede al dar clases. Es por esto que el trabajo docente exige una visión ética respecto a los saberes enseñados. Cuando hablo de “visión ética” me estoy refiriendo a poder ser responsable de aquello que sucede, poder dar cuenta de esas enseñanzas.
            Brook nos habla de “repetición, representación y asistencia”. Quisiera retomar estos conceptos, para pensar el rol activo de los estudiantes en un curso; “El actor prepara, entra en un proceso que puede quedar exánime en cualquier momento. Emprende la tarea de captar algo, de encarnarlo. (...) Cabe que los espectadores claven la mirada en el espectáculo, a la espera de que el intérprete haga todo el trabajó y, ante esa pasividad, es posible que el actor no ofrezca más que una repetición de ensayos. Esa sensación le turba profundamente, pone toda su voluntad, integridad y ardor para que su trabajo sea vivaz, y aun así algo le falla.” Estamos inmersos en esas clases en donde, pese a la insistencia nuestra, los estudiantes no encuentran el punto en común que los inste a participar. No obstante en el teatro se puede dar “(...) una «buena noche», encuentra un público que por casualidad pone un activo interés en su labor: ese público le asiste. Con esa asistencia, la de ojos, deseos, goce y concentración, la repetición se convierte en representación.” Pero estas “buenas noches” difícilmente se den de esta forma en una clase, si el docente no asume el compromiso de qué suceda. El estudiante no asiste con la misma motivación que el público de una obra. Nuevamente aparece este punto ético y ahora, político, en tanto entiendo este último término como la capacidad de generar y llevar adelante decisiones y acciones, las cuales busquen despertar a los estudiantes. Si bien la subjetividad siempre es el límite, eso no clausura el desafío. Pero sí es cierto que cuando los estudiantes reciben la propuesta y empiezan a ocupar un rol activo, sufren un cambio; “También el público ha sufrido un cambio. Ha llegado de la vida exterior, que es esencialmente repetitiva, a un lugar en que cada momento se vive con mayor claridad y tensión. El público asiste al actor y, al mismo tiempo, los espectadores reciben asistencia desde el escenario.”

CONSIDERACIONES FINALES

Los estudiantes aprenden y el docente enseña. Son dos prácticas diferenciadas, en el sentido que no están implicadas causalmente y necesariamente. Se puede enseñar y el estudiante puede no aprender o aprender algo distinto de lo enseñado. Por otra parte, y retomando las palabras anteriormente citadas de Brook, por supuesto podemos decir que los cambios en los espectadores en el marco de una obra obra son distintos al de una clase. O podemos optar poder dejar la pregunta abierta: ¿hasta qué punto son distintos, son los mismos, son comparables? El aprendizaje no es inmediato ni repentino y puede llevar su tiempo de maduración el cual también es incierto. Tan incierto y misterioso como suspender el descreimiento, el entregarse a una obra y a sus personajes. Volvemos entonces, al comienzo del trabajo. La conceptualización y la generalización pueden matar la intuición. El desafío estaba allí, en ese “entre”, en esa “brecha”. Algunos puntos se pueden responder. Otros seguirán siendo parte del enigma subjetivo, inaprensibles y a veces inexplicables, tanto como es el aprender, tanto como es el sentir una obra, tanto como encontrar teatralidad en los lugares menos pensados.

Bibliografía utilizada:

* Perrenoud, P. (1994) ¿Saberes de referencia, saberes prácticos en la formación de los enseñantes. Una oposición discutible. En compte-rendu des travaux du séminaire des formateurs de l'IUFM, Grenoble, pp-25-31. Traducción de Gabriela Diker.
* Nietzsche, F. (1998) Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Madrid: Editorial Tecnos.
* Brook, P. (1968) El teatro vacío. Arte y técnica escénica. Versión digital disponible en: http://jbarret.5gbfree.com/juanbarret/LB/LT/005%20-%20Vacio.pdf