Alumna: Natalia Paola Codina
b)
Umberto Eco y Jonathan Culler
ofrecen dos miradas contrapuestas sobre los conceptos de interpretación y
sobreinterpretación. Eco plantea que, si bien “no hay reglas que permitan saber
qué interpretaciones son las mejores, existe al menos una regla para averiguar
cuáles son las malas”[1]. Para
esgrimir tales afirmaciones, Eco remite a un criterio de economía textual. Este planteo se basa en la suposición de que las
analogías entre indicios son válidas en
tanto no puedan explicarse de otro modo más económico ya que, en caso
contrario, estaríamos incurriendo en el campo de la sobreinterpretación. Tal parece que, para Eco, no es posible
cualquier analogía, los límites son necesarios; y sus transgresiones,
peligrosas, ya que destruyen la coherencia interna del texto, dejándolo a
merced de los incontrolables impulsos del
lector.
Si nos detenemos en el cuento La fiel
infantería, de Arturo Pérez Reverte y lo miramos desde la perspectiva de
Eco, podríamos afirmar que precisamente es eso lo que ocurre en el texto puesto
que, en el caso de desprenderse de la obra de Velázquez un lector modelo, seguramente no coincidiría con la “lectura” que el
cuento realiza del óleo. Este lector se apoya en los indicios, pero para
pronunciar otros sentidos, hace del detalle lo general y de las figuras en
primer plano una caricatura; toma el nombre de la obra pero lo combina de
manera tal que destruye el principio de economía propuesto por Eco.
Ahora bien, Jonathan Culler plantea
algo distinto para pensar los mismos asuntos. Para Culler “La interpretación no
necesita defensa, siempre está con nosotros, pero, como la mayoría de las
actividades intelectuales, sólo es interesante cuando es extrema”[2]. De
manera que en tanto más extrema sea una interpretación, más posibilidades
tendrá de realizar conexiones interesantes y establecer hallazgos que una
práctica moderada por límites rígidos. Basándose en los estudios de Wayne
Booth, Culler opone los conceptos de interpretación
y sobreinterpretación, desarrollados por Eco; a los de comprensión y superación,
desarrollados por Booth. Culler sostiene que si la compresión consiste en
encontrar las preguntas contenidas en el texto –lo que, en términos de Eco
sería permitir que el texto “produzca” su lector modelo-, la superación
“consiste en hacer preguntas que el texto no plantea a su lector modelo” (Culler: 132).
Volviendo al texto de Pérez Reverte,
podemos afirmar que estamos también frente a un claro hecho de superación, ya
que las otras preguntas (y respuestas), las que la obra no plantea, permiten la
creación del hecho literario. Porque se nos cuenta una historia construida a
través del indicio lejano e incomprobable, de rostros que no se ven pero que
nos hablan, desde allí, en la
profundidad de la tela:
“Échenle un vistazo
tranquilo al lienzo, sin prisas, e intenten reconocernos. Somos la humilde
parcheada piel sobre la que redobla toda la ilustre vitola de los generales y
los reyes que posan de perfil para las monedas, los cuadros y la Historia ”
La lectura del
cuadro Velázquez que se desarrolla en el texto homónimo de Pérez Reverte da
como resultado un juego textual, produce
otro texto, supera –por así decirlo- las aspiraciones de una interpretación,
hacen de la ausencia de signos un lugar de enunciación. El cuento de Pérez
Reverte es, sin dudas, una interpretación
extrema. Y podemos afirmar, junto con Culler, que hubiera sido “realmente
triste que el miedo a la sobreinterpretación nos llevara a evitar o reprimir el
estado de asombro por el juego de textos e interpretación” (Culler: 142).
c)
En su texto, La muerte del autor, Roland Barthes plantea que la escritura es un
“lugar neutro, compuesto, oblicuo, (...) en donde acaba por perderse toda
identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”[3]. Ante
la pregunta ¿Quién habla allí, en el texto? La respuesta es: una categoría ficcional,
una voz que, en el momento de ingresar en la enunciación literaria, pierde su
identidad de origen.
Pensemos, por ejemplo, en la novela
de Muriel Barbery: La elegancia del erizo.
Allí tenemos a Renée, una portera de 54 años versada en filosofía, gramática,
literatura,
música clásica y
cine que, sin embargo, mantiene oculto su extraordinario saber. Tenemos también
a Paloma, una niña superdotada de 12 años que elabora cínicas reflexiones dignas
de una exuberante inteligencia. Reflexionemos un instante, y no tardarán en llegar las primeras hipótesis: Una
portera puede ser una persona formada, pero ¿tanto?, una niña de doce años
puede tener un coeficiente alto pero ¿podrá expresarse de ese modo respecto de
sus afectos más cercanos? El propio texto
y su formato nos sugieren la pregunta barthesiana: ¿Quién habla allí? ¿Debemos
aceptar como lectores la existencia de personajes que rozan lo inverosímil?
¿Acaso la autora empírica, Muriel Barbery -profesora de filosofía- no aparece
en nuestro pensamiento? ¿Debemos asumir, en este caso, la voz narradora como
una prolongación del autor empírico? A tales disquisiciones, Barthes plantearía
que el texto no posee un secreto, un
único sentido a descubrir, sino muchos. El auténtico lugar de la escritura no
reside en la voz, sino en la lectura.
Por lo tanto, y siguiendo Barthes, podríamos
afirmar que no importa quién habla.
Ahora bien, “existe alguien que entiende cada una de las palabras por su
duplicidad, y además entiende, por decirlo así, incluso la sordera de los
personajes que están hablando ante él: ese alguien es, precisamente, el
lector...” (Barthes: Op. Cit.). De modo tal que la(s) respuesta(s) a estos
interrogantes estarán en la lectura; lo que nos devuelve al texto, cito:
“Y entonces por poco me
delato como una tonta.
- Deberías leer La ideología alemana- (...) Para
comprender a Marx y comprender porque está equivocado hay que leer La ideología alemana. (...) Pero
Antoine Pallières, (...) me mira desconcertado por mis extrañas palabras. Como
siempre, me salva la incapacidad que tienen los seres de dar crédito a todo
aquello que hace añicos los marcos que compartimentan sus mezquinos hábitos
mentales.[4]
Una portera no lee la ideología alemana y,
por lo tanto, no podrá de ninguna manera citar la undécima tesis sobre
Feuerbach”
Podemos preguntarnos entonces si
nuestras primeras hipótesis nos ubican del lado del Antoine Paillières, o del
de Renée. Podemos adherir, luego, a la imposibilidad de un discurso que
destruye la verosimilitud de un personaje o aceptar, en cambio, la subjetividad
de Renée como posible, entre otras lecturas. Podemos, en suma, realizar nuestro recorrido por el texto hasta
construir (una, y no la) unidad
textual. Este asumir la lectura como un proceso activo no implica para Barthes
una pérdida del sentido sino un posicionamiento frente al texto que ubica al lector
como escritor.
La novela de Barbery nos convoca –al
igual que el artículo de Barthes- a
problematizar estereotipos: una doctora en letras que “no es lo que se dice una
lumbrera, pero tiene cierta cultura”, una mucama (Manuela) “a la que veinte
años malgastados en limpiar el polvo en casas ajenas no han despojado de su
elegancia”. Si nos concedemos la licencia de pensar la historia de la calle
Grenelle como una metáfora de la lectura -y a Renée y Paloma como textos-
diremos que el verdadero arquetipo del lector barthesiano está en el personaje
de Kakuro Ozu, en la sutileza de su mirada, en descubrir otro sentido en base a
los mismos datos que toda la comunidad del edificio posee:
“Me detengo en mitad de
la acera, del todo sobrecogida.
-no me han reconocido-
repito.
Él se detiene, a su vez,
mi mano no se ha movido de su brazo.
- Es porque no la han
visto nunca- me dice-. Yo la reconocería en cualquier circunstancia.”
Es
la mirada de Kakuro la que construye a ambos personajes como especiales. Y
quizás porque el sentido de los textos no
está en su origen sino en su destino es que
Kakuro llega a ver (y leer) lo que otros no.
[1] Eco, Umberto, “Interpretación e historia” (Pág. 63) en Interpretación y sobreinterpretación, Cambridge
University Press, España, 1995.
[2] Culler, Jonathan, “En
defensa de la sobreinterpretación” (Pág. 128), Op. Cit.
[3] Barthes, Roland, La muerte del autor, fuente:
http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelaescriba/n51/articulo-4.html
[4] El subrayado es mío.
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Alumno: Gastón Navarro
a) Leer el cuento de Arturo Pérez Reverte La
fiel infantería.
Aún
no se había inventado la fotografía; pero aquel tipo, Velázquez, recogió el
momento. Estábamos allí, engalanados como para el Corpus, y a lo lejos Breda
estaba en llamas. La verdad es que nos habíamos ganado a pulso el asunto,
después de ocho meses dale que te pego, tragando miseria en los parapetos;
cavando trincheras, zapa va y zapa viene, con los holandeses haciendo salidas y
acuchillándonos en cuanto cerrábamos un ojo. Pero allá ondeaba, en el
campanario, el lienzo blanco, grande como una sábana. Al final les habíamos
roto el espinazo.
Nos alinearon en el centro, capitanes delante, guardia de piqueros y mosquetes a la derecha, más o menos en orden, aupándonos sobre la punta de los pies para verle la jeta a los holandeses. El capitán Urbieta nos puso en las filas delanteras a los que teníamos la ropa menos harapienta, empeñado como estaba en que impresionásemos al enemigo con nuestra marcial apariencia. La revista de la mañana había sido un calvario: diez azotes por cada falta de aseo y descuido en la vestimenta. Como dijo Antonio Muñoz, mi paisano, para qué puñetas queremos impresionarlos más, capitán, después de que los hemos fastidiado así de bien, que hasta se rinden, los herejes. Si eso no es impresionar a esos hideputas, que baje Cristo y lo vea. Y Urbieta, la mano en el pomo de la espada, mordiéndose el bigote para mantenerse serio, recetando cinco latigazos y medio rancho para el pobre Antonio, por bocazas y por meter al hijo de Dios en estos lances.
El caso es que allí estábamos, en aquel cerro que se llamaba Vangaast o Vandaart o algo por el estilo, con una treintena de picas y otros tantos mosquetes como guardia de honor, con las banderas de los tercios y toda la parafernalia. El resto de las compañías en línea ladera abajo, la cruz de San Andrés desplegada sobre los morriones de nuestros piqueros, lanzas y más lanzas, y mosquetes, que era un gusto mirarlos hasta el llano donde estaba la artillería apuntando al valle y la ciudad. Y al fondo, difuminada y azul entre el humo de los incendios, con manchas de sol que iban y venían entre las motas grises de las fortificaciones y los edificios, Breda a nuestros pies.
Sitúense ante el cuadro y miren a los holandeses, a la izquierda del lienzo. Observen sus caras. Habían subido la cuesta despacio, tomándose su tiempo, como si los que iban a rendirse fuéramos nosotros. Y Justino de Nassau endomingado como para una boda, bajándose del caballo con cara de asistir a su propio funeral, mirando alrededor como un sonámbulo, intentando digerir la humillación mientras procuraba mantener el porte digno. Al pobre diablo le temblaba la mano que sostenía la llave de la ciudad. Algunos de sus oficiales eran muy jóvenes, demasiado para emplearlos en negocio como la guerra, crecidos en campos fértiles, con llanuras y ríos y graneros bien abastecidos, comiendo caliente desde renacuajos. Burgueses cebados y con mucho que perder. Había uno de sus cachorros, rubio e imberbe, jovencito, con casaca blanca y manos de damisela que, aunque destocado por el protocolo, miraba con desprecio nuestras botas con remiendos, las barbas mal rapadas, nuestras caras de lobos flacos, peligrosos y arrogantes. Y hasta tal punto galleaba el mozo que mi capitán Urbieta, que tenía el genio vivo, empezó a retorcerse el mostacho y a acariciar el pomo de la espada, sugiriendo una sesión privada de esgrima. Un compañero del holandés captó el gesto y, poniendo la mano en el hombro del joven oficial, lo reconvino en voz baja hasta que éste bajó los ojos humillado y furioso, a punto de romper en lágrimas. Demasiado tierno, como casi todos ellos. Así les había ido la feria.
A la derecha estamos nosotros; mi lanza es la tercera por la izquierda. En torno sonaban redobles, cascos de cabalgaduras, capitanes dando órdenes como latigazos. Y allí, descabalgando, nuestro general, con media armadura negra rematada en oro, cuello de encaje y banda carmesí, el apunte de una sonrisa en los labios, Ambrosio Spínola, el viejo zorro. Con aire de circunstancias, pero disfrutando por dentro el espectáculo. Al fin y al cabo, aquélla era su fiesta.
Lo que son las cosas de la vida. Cuando la gente se para ante el cuadro, en el museo, son Spínola y el holandés, el jovencito imberbe y la plana mayor de nuestro general, quienes acaparan todas las miradas. Nosotros só1o somos el decorado, el te1ón de fondo de una escena en la que hasta el caballo de don Ambrosio, sus cuartos traseros, parece tener más importancia. Y sin embargo, allí en Breda como antes en Sagunto, Las Navas, Otumba o Pavía, o después en los Arapiles, Baler, Annual o Belchite, quienes en realidad hacíamos el trabajo duro éramos nosotros. Los nombres dan igual, porque durante siglos fuimos siempre los mismos: Antonio de Úbeda, Luis de Oñate, Álvaro de Valencia, Miguel de Jaca, Juan de Cartagena... Con la España que teníamos a la espalda, no había otra solución que huir hacia adelante. Por eso éramos, qué remedio, la mejor infantería del mundo. Secos y duros como la ingrata tierra que nos parió, hechos al hambre, al sufrimiento y la miseria. Crecidos sabiendo lo que cuesta un mendrugo de pan. Viendo al padre, y al abuelo, y a los hermanos mayores, dejarse las uñas en los terrones secos, regados con más sudor que agua. A la madre silenciosa y hosca, atizando el miserable fogón. Salidos de ocho siglos de acogotar moros o de acuchi1larnos entre nosotros, crueles e inocentes a un tiempo, traídos y llevados a través del tiempo y de los libros de Historia so pretexto de tantas palabras huecas, de tantos mercachifles disfrazados de patriotas, de tantas banderas a cuánto la vara de paño de Tarrasa, de tantas fanfarrias compuestas por filarmónicos héroes de retaguardia. Fíjense en nosotros: siempre al fondo y muy atrás, perdidos, anónimos como siempre, como en todos los cuadros y todos los monumentos y todas las fotos de todas las guerras. Soldados sin rostro y sin nombre, carne de cañón, de bayoneta, de trinchera. La pobre, sudorosa y fiel infantería. Después, en los primeros planos y sobre los pedestales de las estatuas siempre aparecen otros: los Spínola que nunca se manchan el jubón, y que aún tienen humor y elegancia para decirle al holandés no, don Justino, faltaría más, no se incline. Estamos entre caballeros. El resto queda para nosotros: cruzar un río helado entre la niebla, en camisa para confundirnos con la nieve, la espada entre los dientes minados por el escorbuto. Levantarse y correr ladera arriba con la metralla zumbando por todas partes, porque al capitán, aunque es una mala bestia, nos da vergüenza dejarlo ir solo. Quedarte sin municiones en la Puerta del Carmen de Zaragoza y empalmar la navaja tarareando una jotica para tragarte el miedo, mientras los gabachos se acercan para el último asalto. Hacerse a la mar porque más vale honra sin barcos, dicen, en buques de madera ante los acorazados de acero yanquis. Morir de fiebre en la manigua, degollado en Monte Arruit por la ineptitud de espadones con charreteras. O cruzar el Ebro con diecisiete años mientras la artillería te da candela, el fusil en alto y el agua por la cintura, con los compañeros yéndose río abajo mientras en la orilla los generales y los políticos posan para los fotógrafos de la prensa extranjera.
Échenle un vistazo tranquilo al lienzo, sin prisas, e intenten reconocernos. Somos la humilde parcheada piel sobre la que redobla toda esa ilustre vitola de los generales y los reyes que posan de perfil para las monedas, los cuadros y la Historia. Y cuántas veces, en los últimos doscientos o trescientos años, no habremos visto ante nosotros, mirando con fijeza hacia el modesto rincón que ocupamos en el lienzo, un rostro de campesino, de esos arrugados y curtidos por el sol como cuero viejo. Un rostro parado ante el cuadro con aire tímido y paleto, dándole vueltas a la boina o el sombrero entre las manos nudosas, encallecidas, de uñas rotas. Los ojos de un hombre indiferente a la escena central del cuadro, buscando aquí atrás, en la modesta parte derecha de la composición, al fondo, bajo las lanzas, entre nosotros, una silueta confusa, familiar. Tal vez la de aquel hijo al que una vez acompañó un trecho por el sendero que conducía al pueblo, llevándole el hato de ropa o la maleta de cartón, liándole el primer cigarro. El hijo al que, ya parado en el último recodo, vio alejarse con su pelo al rape, las alpargatas y el traje de domingo, llamado a servir al rey. Hacia una guerra lejana e incomprensible de la que no habría de volver jamás.
Fíjense en el cuadro de una maldita vez. Nosotros le dimos nombre y apenas se nos ve. Nos tapan, y no es casualidad, los generales, el caballo y la bandera.
b) ¿De qué modo podés relacionar
las ideas trabajadas por Umberto Eco (Interpretación e historia, La
sobreinterpretación de textos) y Jonathan Culler (En defensa de la
sobreinterpretación) en sus conferencias con el cuento del escritor
español?
Alguien dijo luego de crear: “La
obra ya no es mía, le pertenece a todo aquel que desee apropiarse de ella”. En
este sentido, todo aquel es en realidad el otro que no es la obra
artística, pero que puede dar cuenta de ella mediante la irrupción del goce,
del rechazo o bien la articulación del binomio objetividad/subjetividad
asociado al resultado de una significación: instancias partícipes alcanzadas
por la dirección de una mirada, una lectura o una interpretación. Si
focalizamos nuestra atención sobre este último accionar, descubrimos que las
ideas concernientes a determinar qué dice y qué calla (o qué dice al callar)
una creación estética, específicamente un producto literario −es decir, cómo se
debe interpretar el significado cautivo dentro de un texto y cuándo detener los
alcances de esa interpretación−, terminan por entrecruzarse y adicionarse unas
con otras, o bien se contraponen de acuerdo con el criterio utilizado en el
análisis interpretativo. Si intentamos acercarnos aún más a las ideas sobre la
interpretación nos encontramos con tres marcaciones teóricas fundadas a partir
del registro desde el cual se concentra su lógica deductiva: la intención del
autor, la intención del intérprete y la intención del texto.
En las conferencias Interpretación
e historia y La sobreinterpretación de los textos, Umberto Eco
trabaja con ciertos lineamientos reflexivos posicionados sobre todo en la
generación de sentido instaurada a partir de la intención del texto. Para Eco,
su posición de ninguna manera es azarosa; proviene de la composición inherente
al modelo semiótico utilizado en el estudio de los signos, y por el cual
instala, en tanto procedimiento analítico, la suposición de una instancia
ilimitada de interpretación: las dos conferencias del escritor italiano experto
en semiótica persiguen como objetivo limitar la interpretación de los textos, o
mejor, de evitar malas interpretaciones que en su terminología sería aplicar
sobre un texto una sobreinterpretación.
Si consideramos estas pautas
teóricas y las vinculamos con el cuento La fiel infantería de Arturo
Pérez Reverte podemos descubrir que en él opera esta lógica de extrapolación
“inexacta” o de sobreinterpretación de la que habla Eco. El cuento del escritor
español relata y descifra en clave interpretativa el cuadro del pintor barroco
Diego Velázquez, La rendición de Breda, pintado entre los años
1634 y 1635. En líneas generales, toda la narración resulta ser una gran
interpretación de otro texto (si pensamos en un sentido amplio del término) y
que retrata en su diseño estético un momento histórico, la rendición de los
holandeses en la denominada guerra de Flandes. En lo particular, el cuento
habilita una lectura que bien podría romper con la coherencia referencial que
articula y funda el relato, es decir, el método basado en “la individualización
de las relaciones de simpatía que vinculan entre sí el microcosmos y el
macrocosmos”, aquí el autor empírico y el episodio histórico. El narrador de La
fiel infantería, personaje protagonista del relato e integrante oculto en
el cuadro de Velázquez, propone una lectura interpretativa sobre los motivos
(injustos motivos) por los cuales se impide la visualización pictórica de los
verdaderos hacedores de la victoria, la infantería española, quienes
permitieron finalmente obtener de manos Justino de Nassau la llave de la ciudad
de Breda. Si como dice Umberto Eco “la intención del texto es básicamente
producir un lector modelo capaz de hacer conjeturas sobre él”, estas conjeturas
promovidas por el lector modelo deberían verse justificadas por los elementos
que forman parte del mismo texto. Lo cierto es que el objeto que persigue la
interpretación que propone el narrador del cuento de Pérez Reverte contiene la
inclinación propia que hace proclive una sobreinterpretación, es decir, los
indicios son y forman la clave analítica de un sistema que transforma en viables
ciertos indicadores que de otro modo podrían resultar inconexos o fuera de
rango. Tanto la alineación de la infantería, el episodio entre el joven rubio e
imberbe y el capitán Urbieta o el intercambio protocolar entre los jefes de
ambos bandos, bien podrían explicarse de una forma antagónica o simplemente
diferente a la propuesta por la narración del cuento. La interpretación
“fuerza” la coherencia vincular entre la intención del texto y la intención del
intérprete, el lector, lo que sería para el teórico experto en semiótica
arribar a una conclusión incorrecta.
Por su parte, en
la conferencia En defensa de la sobreinterpretación, Jonathan Culler
señala que el mayor atractivo a la hora de elaborar interpretaciones reside
precisamente en trabajar con un tratamiento analítico del tipo extremo porque
en su opinión los resultados “gozarán (…) de una mayor posibilidad de sacar a
la luz conexiones o implicaciones no observadas o sobre las que no se ha
reflexionado con anterioridad”. La diferencia primordial entre las ideas
trabajadas por Eco, tendientes a encuadrarse por dentro de los límites de lo
que él llama una interpretación “sana y moderada”, y las de Culler, impulsoras
de aquellas interpretaciones más arriesgadas, es que las preguntas que se le
realizan al texto “no son necesarias para la comunicación normal, pero (…) nos
permiten reflexionar sobre su funcionamiento.”. Es decir, una interpretación
del tipo extrema se propone desentrañar el accionar menos visible y más cautivo
pero que habita en todo texto. Para ajustar mejor las palabras con sus
reflexiones propone reemplazar los opuestos interpretación y
sobreinterpretación, por los de comprensión y superación. La comprensión sería
lo que Eco señala como el modelo lector y sus consecuentes preguntas que el
mismo texto fomenta, en cambio, la superación sería para Culler hacer las
preguntas que el texto no pide pero que el lector modelo sí realiza en la
interpretación. La interpretación “superadora”
no es la simple recreación del texto base, sino aquello que lo antecede
y permite su creación del modo y con la forma con que está elaborado, en otras
palabras: “constituye una tentativa de relacionar un
texto con los mecanismos generales de la narrativa, la figuración, la
ideología, etcétera.”.
En relación con
el cuento La fiel infantería, la propuesta de Jonathan Culler interpela
la creación de Velázquez, a partir de la cual se le dio vida narrativa,
preguntándole (y respondiendo desde el relato), por ejemplo, sobre el esquema
de poder vigente en Europa durante la época post medieval. O también
interpelando y respondiendo sobre el uso y abuso de autoridad establecidos en
las relaciones de mando entre capitanes, guardia de piqueros y mosquetes (la
infantería); o bien señalando el dolor y la humillación de la derrota en una
guerra; o la manipulación descarnada de la energía desplegada por una
generación de jóvenes que nada entendían de la crueldad del campo de batalla; o
la negación implícita en la intencionalidad promovida por el ocultamiento de
los verdaderos héroes de batalla; o la síntesis histórica en la conformación de
una nación, en fin, por la lealtad nunca desfigurada, ni siquiera por las
imposiciones trazadas por los caprichosos colores de un pincel barroco.
En resumen,
debido a la exaltación y el estado de asombro puesto al servicio de la
interpretación (Culler), por un lado, o a la precisión interrogativa en el
análisis textual (Eco), por otro lado, La fiel infantería de Arturo Pérez Reverte, trabaja
un decir oculto (pero no por eso indeseado) o explícito en su propuesta de
lectura narrativa a partir de la obra de Diego Velázquez.
c) Durante la cursada abordamos
la problemática de la noción de autor desde, por lo menos, tres perspectivas:
Barthes (La muerte del autor), Foucault (¿Qué es un autor?) y
Benjamin (El autor como productor). A partir de alguna de estas
presentaciones, desarrollar el tema en función de alguna de las obras
literarias trabajadas durante el cuatrimestre. A su vez, y en caso de
considerarlo oportuno o solidario con el análisis, es aceptable la cita o la
justificación mediante algún pasaje de la versión fílmica inspirada en el texto
elegido.
En La muerte del autor,
Roland Barthes reflexiona sobre el lugar preciso donde deben ubicarse las
reflexiones modernas vinculadas con la figura de autor y las explicaciones
referidas a los alcances hipotéticos de la escritura. Las ideas de Barthes
apuntan a superar los postulados teóricos tendientes a reducir a una simple
ecuación de carácter transitivo las explicaciones que de una obra literaria se
pueden obtener cuando se intenta asociar de manera concluyente que en su
productor, es decir, en su autor, se encuentra transparentada toda deducción
posible de ese material escrito. El ensayista y filósofo francés apuesta a
trasladar y concentrar el análisis crítico sólo en la escritura, así lo
expresa: “(…) es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir
consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad –que no se debería
confundir en ningún momento con la objetividad castradora del novelista
realista– ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa, ‘performa’ (…)”. En Memorias
del subsuelo de Fedor Dostoievski, la estrategia narrativa parece poner en
duda lo señalado anteriormente por Barthes: en su primera página una nota al
pie firmada por el autor empírico, el productor, el escritor, anuncia que tanto
el narrador y los demás personajes que aparecen en la obra son ficticios (“Ni
hace falta decir que tanto estas Memorias como su autor son
ficticios…”). Pero a decir verdad, esa presencia a la luz de los lineamientos
teóricos propuestos, indica la correspondencia, no de un autor, sino de ese
componente constructivo del lenguaje, el cual es el verdadero protagonista de
este y de cualquier otro texto literario. Por otra parte, en La muerte del
autor se consolida una posición que revela la multiplicidad de dimensiones
de sentido actuantes en un texto: “Hoy en día sabemos que un texto no está
constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido,
teológico, (…) sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se
concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la
original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la
cultura.”. En la novela, las citas provenientes de la cultura son, sólo para
mencionar algunas, el racionalismo utópico que envolvía a la Unión Soviética y
a la corriente marxista de pensamiento.
Entonces, el
escritor tiene en su poder, más que crear de forma original un texto,
entrelazar, mezclar, unir escrituras que culturalmente le son previas en tanto
configuración lingüística y social. En Memorias del subsuelo la
actualización de esas escrituras pretéritas conlleva a la estructuración de una
idea en donde el fracaso de la Modernidad justifica el carácter bajo y
antiheroico del narrador protagonista. Desde esta perspectiva la novela puede
leerse en clave paródica en función con las promesas de progreso ilimitado que
definieron aquel pasado histórico. En consecuencia, el lector cobra un papel
interpretativo fundamental en tanto mediador y posterior agente de
significación de la obra. Roland Barthes profundiza sobre este aspecto:
(…) un texto está
formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas
con otras, establecen un diálogo, una parodia, un cuestionamiento; pero existe
un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el
autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio
mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que
constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en su
destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un
hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; él es tan sólo ese alguien
que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el
escrito.
Lo expresado anteriormente se ve reflejado en las
constantes referencias y/o interpelaciones que el narrador de la novela
mantiene con su futuro lector: “¿Les parece que estoy tratando de justificarme,
de pedirme que me perdonen? ¿Piensan que estoy tratando de hacerlos reír?”
(p.9); “¿Les molesto? ¿Les destrozo el corazón? ¿No dejo dormir a nadie? Muy
bien, sigan despiertos… ¿Todavía no se entiende lo que quiero decir?” (p.
19); “¡Interés! ¿Qué interés? ¿Pueden
ustedes definir cuál es el interés del ser humano? (…) Y ahora díganme: ¿es
posible un caso así? Pueden reír si lo desean pero quiero que me contesten lo
siguiente: ¿hay una medida exacta para las ventajas humanas?” (p.25); “Tendrán
que perdonarme, damas y caballeros, si me hago un embrollo con mis
pensamientos.” (p. 32); “Y ahora quiero preguntarles algo: ¿qué se puede
esperar del hombre, si se tiene en cuenta que es una criatura tan extraña?” (p.
35). El resultado de este diálogo permanente que la obra de Dostoievski
mantiene con su virtual interlocutor, sumado a un contante devenir reflexivo
que el narrador desarrolla sobre la filosofía, la política y el hombre moderno
eleva el texto de modo tal que en su análisis crítico se lee también una forma
en donde parecería volverse autoconsciente, desplegando estrategias discursivas
propias de una certeza que busca mostrar todos sus alcances posibles: una
construcción metaficcional en donde el carácter contradictorio del narrador
construye un relato donde la pregunta sobre qué hacer interpela tanto al
hombre de pensamiento como al hombre de acción.
La novela del autor ruso parece remediar en sus
páginas esa carencia que Roland Barthes señala en la crítica clásica porque “no
se ha ocupado del lector; para ella no hay en la literatura otro hombre que el
que la escribe”. En Memorias del subsuelo están anunciados los indicadores
que luego fueron formulados por la teoría literaria: “para devolverle su
porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del
lector se paga con la muerte del Autor.”. El subsuelo, las profundidades del
hombre y de la literatura, es el lugar destinado para ese nacimiento.
Bibliografía
Barthes, Roland. “La muerte del autor”, en
http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelescriba/n51/articulo-4.html
Culler, Jonathan. “En defensa de la
sobreinterpretación”, en Interpretación y sobreinterpretación, Gran
Bretaña, Cambridge University Press, 1995,
pp. 127-146.
Dostoievski, Fedor. Memorias
del subsuelo, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1967.
Eco, Umberto. “Interpretación e historia” y
“La sobreinterpretación de textos”, en Interpretación y sobreinterpretación,
Gran Bretaña, Cambridge University Press, 1995, pp. 33-79.
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Alumna: Adriana A. Billone
Consignas:
a)
Leer el cuento de Arturo Pérez Reverte La fiel infantería.
b) ¿De qué modo podés relacionar
las ideas trabajadas por Umberto Eco (Interpretación
e historia, La sobreinterpretación de textos) y Jonathan Culler (En defensa de la sobreinterpretación)
en sus conferencias con el cuento del escritor español?
c) Durante la cursada abordamos
la problemática de la noción de autor desde, por lo menos, tres
perspectivas: Barthes (La muerte del
autor), Foucault (¿Qué es un autor?)
y Benjamin (El autor como productor).
A partir de alguna de estas
presentaciones, desarrollar el tema en función de alguna de las obras literarias trabajadas durante el cuatrimestre. A
su vez, y en caso de considerarlo oportuno o solidario con el análisis, es
aceptable la cita o la justificación mediante algún pasaje de la versión
fílmica inspirada en el texto elegido.
Respuestas:
b) El
cuento de Pérez Reverte pone en primer plano la cuestión de la interpretación
de la obra de arte, con la particularidad de que el acto interpretativo se
redobla en sucesivos abordajes del tema original, a saber: el sitio de la
ciudad de Breda llevado a cabo por los Tercios españoles en el año 1625.
Felipe
IV había mandado a construir el Palacio del Buen Retiro como segunda residencia
y lugar de recreo. Dentro del conjunto arquitectónico diseñado por Carbonel, se
destacaba el Salón de Reinos, el cual, como
salón del trono que era, tenía por objetivo impresionar a embajadores y
miembros distinguidos de las demás cortes europeas que acudían a palacio, por
lo que se encargó a Velázquez –entre otros artistas- un cuadro que retratara
alguna gran victoria militar española para adornar con toda una serie de ellas
el Salón. El pintor eligió como motivo la rendición de la ciudad de Breda. Los
hechos a retratar se habían producido en 1625, cuando Velázquez estaba en
Madrid trabajando para la corte. De modo que para componer el cuadro en cuestión
(“La rendición de Breda” o “Las lanzas”, pintado entre 1634 y 1635), se basó en
una comedia de Calderón de la
Barca , llamada “El sitio de Breda”, escrita entre 1628 y
1634.
De
modo que sobre la situación concreta del asedio de Breda por parte del ejército
español tenemos:
1.
La interpretación de estos hechos en forma de una
comedia por parte de Calderón de la
Barca.
2.
La interpretación pictórica de Velázquez, basada, al
menos parcialmente, en la obra dramática de Calderón.
3.
La interpretación narrativa de Pérez Reverte de la
obra pictórica de Velázquez.
4.
Mi interpretación como lectora del cuento de Pérez
Reverte.
Cabría
preguntarse con qué espíritu fueron realizadas cada una de las primeras tres
interpretaciones, para luego explicitar el criterio de la cuarta.
Velázquez,
cuya subsistencia dependía del favor del Rey, no ignoraba que su pintura estaba
destinada a ornamentar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, con el
fin de apuntalar mediante la fama militar la incipiente decadencia del poder
real.
La
lectura de Calderón –poeta y soldado, pero también hijo de nobles-, pone el
acento en la generosidad y caballerosidad de Spínola y en la dignidad de Justin
de Nassau. No se relatan batallas en su comedia, salvo una, protagonizada por
italianos. Los soldados españoles son realzados por su obediencia y desinterés,
y nada se dice de la situación de extrema pobreza a la que estaban sometidos,
la cual ya había producido amotinamientos en las tropas, al punto que la
decisión de tomar Breda por parte de Spinola, aún contra la voluntad de Felipe
IV, es posible que se debiese a la necesidad de prometer a los soldados una
victoria que significase un enorme botín, como lo hubiera sido el saqueo de la
rica ciudad de Breda luego del triunfo.
Según las
expresiones de Frank Casa, profesor emérito de español de la Universidad de
Michigan, cuyo campo de investigación ha sido el teatro español del Siglo de
Oro:
“Brown y Elliot en su libro sobre el Palacio del Buen Retiro
afirman que este edificio constituye un esfuerzo para crear una diversión de la
brutal realidad política, y para aliviar el espíritu melancólico de Felipe IV.
Según estos autores, el gasto enorme que implicaba la construcción de este
palacio representa otra diversión más importante: el expendio de enormes cantidades
de dinero sacadas de una población más y más empobrecida y apartada de las apremiantes
necesidades del país para crear un oasis de
esplendor en el maremagno de la miseria. (Brown y Elliot, 1980: 86.) Siguiendo este deseo de encubrir y halagar a la vez, no sorprende entonces que Velázquez tomara de la obra de Calderón este delicado y emotivo incidente para transformar los desastres de la guerra en algo a la vez glorioso y halagüeño.”[1]
esplendor en el maremagno de la miseria. (Brown y Elliot, 1980: 86.) Siguiendo este deseo de encubrir y halagar a la vez, no sorprende entonces que Velázquez tomara de la obra de Calderón este delicado y emotivo incidente para transformar los desastres de la guerra en algo a la vez glorioso y halagüeño.”[1]
Frente a estas dos interpretaciones de los
hechos, que –por distintas razones- terminan por coincidir, Pérez Reverte
propone una reinterpretación cambiando el punto de vista. Para ello adopta una
primera persona en la voz de un soldado pobre, y desde allí reconstruye el
relato de la guerra, e incluso lo universaliza:
“El resto queda para nosotros: cruzar un
río helado entre la niebla, en camisa para confundirnos con la nieve, la espada
entre los dientes minados por el escorbuto. Levantarse y correr ladera arriba
con la metralla zumbando por todas partes, porque al capitán, aunque es una
mala bestia, nos da vergüenza dejarlo ir solo. Quedarte sin municiones en la Puerta del Carmen de
Zaragoza y empalmar la navaja tarareando una jotica para tragarte el miedo,
mientras los gabachos se acercan para el último asalto. Hacerse a la mar porque
más vale honra sin barcos, dicen, en buques de madera ante los acorazados de
acero yanquis. Morir de fiebre en la manigua, degollado en Monte Arruit por la
ineptitud de espadones con charreteras. O cruzar el Ebro con diecisiete años mientras
la artillería te da candela, el fusil en alto y el agua por la cintura, con los
compañeros yéndose río abajo mientras en la orilla los generales y los
políticos posan para los fotógrafos de la prensa extranjera.”[2]
Umberto
Eco, en sus ensayos se inclina por una interpretación limitada por ciertas
reglas, tendientes a conservar los elementos básicos de la obra y su
ordenamiento general, para evitar los excesos interpretativos a los cuales
juzga arbitrarios y finalmente sin sentido. Para apoyar su argumentación
recurre a varios ejemplos prácticos, pero no explica claramente cómo
discriminar qué elementos hay que conservar como referentes y cuáles pueden ser
obviados para realizar una interpretación válida.
Contrariamente,
J. Culler propone que sólo transgrediendo los límites es posible encontrar una
interpretación interesante: una que no sea tautológica. Su propuesta es,
entonces, no aceptar ninguna clase de límites en la interpretación.
¿Qué
clase de interpretación hizo Pérez Reverte de la obra de Velázquez?
Sin
duda el escritor ha tenido que revisar textos históricos para discurrir que
había otros hechos asociados al sitio, además de los que describen el texto de
Cervantes y la pintura de Velázquez, pero en ningún momento dejó de lado el
hecho fundante de todas estas interpretaciones: hubo un asedio a la ciudad de
Breda que resultó en la rendición de las fuerzas holandesas ante el ejército
español. En este sentido, su posición interpretativa se acerca a la que propone
Eco.
Por mi
parte, y como conclusión, encuentro que todo texto –y también toda obra
artística- es una interpretación de la realidad. No importa si alude a un
objeto existente o no. En cualquier caso, la obra es un instrumento comunicativo
que irrumpe en el mundo de un modo determinado, y eso implica cierto
posicionamiento de parte del autor y, consecuentemente, también cierta lectura
de la realidad (cierta interpretación) basada en una elección ética.
Del
universo de significaciones que pueblan la realidad, el artista hace una
selección y un ordenamiento (también una valoración), con base en su deseo -en
el sentido psicoanalítico del término. Su obra es una respuesta a la lectura
que produce de la realidad. Dicha obra va a abrir un diálogo donde otros
sujetos se posicionarán éticamente para hacer su propia interpretación.
De
aquí que considero más válido abordar la interpretación de una obra haciendo el
intento de establecer la posición ética del autor y la propia, antes que
abriendo un debate acerca de las reglas para construir una interpretación, dado
que aquéllas siempre son exteriores al sujeto, y por tanto evasivas de la
responsabilidad del intérprete.
Bibliografía:
ü
Umberto Eco, Interpretación e
historia, La sobreinterpretación de textos. Capítulos 1 y 2 en
“Interpretación y sobreinterpretación”. Compilación de Stefan Collini.
Cambridge University Press. Traducción de Juan Gabriel López Guix. Prima
Gráficas S. L. (España, 1995/1997)
ü
Jonathan Culler, En defensa de
la sobreinterpretación. Op. Cit. Capítulo 5.
ü
Arturo Pérez Reverte, La fiel infantería, publicado en http://www.perezreverte.com/articulo/perez-reverte/287/la-fiel-infanteria/
ü
Frank Casa, Velázquez, Calderón y el sitio de Breda, Biblioteca Virtual Miguel
de Cervantes (2012). Edición
digital a partir de Estudios de Teatro Español y Novohispano :
Actas del XI Congreso de la Asociación Internacional de Teatro Español y
Novohispano de los Siglos de Oro (septiembre 2003, Buenos Aires), Buenos Aires,
Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filología y Literaturas Hispánicas,
2005, pp. 293-301
ü
José Ignacio Weber, Ética de la creación y de la lectura, en http://creatividadenmovimiento.org/2015/11/19/etica-de-la-creacion-y-de-la-lectura
ü
Simón A. Vosters, La rendición de Breda en la literatura y el arte de España, Tamesis
Book Limited, London (1973), impreso en España por Talleres Gráficos de
Ediciones Castilla S. A. (Madrid, 1974)
c)
La elegancia del erizo (Muriel Barbery) (2006)
De los tres textos propuestos por la cátedra para abordar la cuestión del
autor en la narrativa, el primero en ser publicado es el de Benjamin, en el año
1934. Los otros dos fueron escritos en 1968 (Barthes) y en 1969 (Foucault),
Señalo esta particularidad temporal porque los textos de Barthes y de
Foucault dialogan entre sí; discrepan a veces, otras coinciden y otras son
complementarios porque abordan la misma cuestión.
En tanto Barthes y Foucault ponen en cuestión el estatuto mismo del
autor, el texto de Benjamin responde a otro problema: Walter Benjamin toma al
autor como algo dado, y se pregunta por su función política.
La novela de Muriel Barbery, tiene la singularidad de invitar a ser
abordada por cualquiera de las tres propuestas de análisis, y por eso la elijo.
Voy a comenzar por tomar el tema del autor como productor, ya que es
evidente que Barbery aborda la relación entre la burguesía y la política como
temas de su novela.
Tanto Paloma como Renée, ambas protagonistas de la novela, tienen una
mirada ácida hacia los burgueses con los que conviven. Esta mirada se percibe
incluso más allá de la construcción de los personajes, ya que hay más de un
pasaje en el libro en el que cuesta creer el verosímil; cuesta trabajo
suspender la incredulidad cuando se atribuyen a una niña de once años (por
extraordinariamente inteligente que esta fuera) o a una mujer cuya educación es
autodidacta, discursos que evidencian una educación académica avanzada y
sistemática. Es inevitable en estos casos sospechar que quien habla allí es la
profesora de filosofía (Muriel Barbery se dedicaba a enseñar filosofía cuando
la sorprendió el éxito editorial de su primera novela “Una golosina”, en el año
2000). Pero no quiero adelantarme: la cuestión de “quién habla” en la novela lo
voy a abordar luego, tomando a Barthes y a Foucault.
Volvamos entonces a la crítica que se hace de la burguesía, sin
preguntarnos quién la hace.
Los burgueses son: prejuiciosos, hipócritas, estereotipados, vulgares, llevan
vidas sin sentido. Lo único que hacen es reproducirse y reproducir el aparato
que los ha creado. Su nivel de comprensión es pobre, y aún cuando son
inteligentes, están dispuestos a comprar cualquier discurso en tanto tenga
prestigio o esté de moda. Adoptan una moral falsamente ingenua: en palabras de
Paloma, “son como todos los
demás: chiquillos que no entienden qué les ha ocurrido y que van de duros
cuando en realidad tienen ganas de llorar”. No tienen orgullo, sino soberbia.
No tienen sensibilidad ni emociones. Se alienan en el consumo y son, en
general, incapaces de vivir sin ser asistidos en lo básico. Y algunos son
peores: cínicos, o mercaderes sin escrúpulos.
Ahora bien, ¿desde qué
discurso se critica en esta novela a la burguesía? Desde un discurso académico,
y por lo tanto, burgués. W. Benjamin podría decir, al respecto que: “No basta con
debilitar a la burguesía desde dentro, hay que combatirla con el proletariado”.[3]
Si enfrentamos esta obra a las preguntas que
hizo Benjamin hace ya setenta años, a saber: “¿Logra favorecer la socialización de los medios espirituales de
producción? ¿Ve caminos para organizar a los trabajadores espirituales en el
proceso de producción? ¿Tiene propuestas para la transformación funcional de la
novela, del drama, del poema?”[4],
no la vemos salir airosa del desafío. Reconocemos en su discurso –aún cuando se
aventura a criticar a Marx y al psicoanálisis, como si estuviera por encima de
ellos-, el carácter “espiritual” apegado a la noción occidental de cultura, y
pronto a fascinarse con el exotismo (en este caso encarnado por la cultura
oriental), propio del romanticismo, el cual históricamente ha revelado ser
funcional al capitalismo que criticaba.
Ahora voy a analizar la segunda cuestión, que es la del estatuto del
autor en la novela.
Resulta claro que hay una profusa intertextualidad en juego, la cual en
gran parte se explicita, aunque seguramente es más denso el tejido de citas
implícito (incluidas las citas de las que quien escribe nada sabe: las
referencias inconcientes). A lo largo de la obra se cita a filósofos,
científicos, novelistas y aún escritores de cómic.
Desde esta simple observación, puede tomarse esta novela como un ejemplo
de lo que afirma Roland Barthes, y postular que para que la novela exista, se
hace necesaria la intervención del mítico lector universal[5] que
recogería en sí la totalidad de los textos implicados en ella, constituyendo en
su acto de lectura la unidad de la obra.
Cabe preguntarse: si la intertextualidad excede al autor y se prolonga
hacia atrás en la historia de la literatura hasta lo impensable, ¿no estaríamos
siempre en presencia de una única y misma obra? Resulta paradójico recordar aquí
a Borges cuando en su Biblioteca de Babel imaginó un libro que fuera la cifra y
el compendio de todos los demás, y también al “Hombre del Libro”, que
resultaría análogo al lector pergeñado por Barthes.
Más complejo es abordar el texto de Michel Foucault, pues en principio él
mismo nos advierte que no debemos confundir al sujeto con su función, al autor
real con la función-autor.
Estamos entonces, en presencia de algo que “funciona”, algo dinámico. En
este sentido, la teoría que construye Foucault es bastante distinta a la de
Barthes, donde la infinitud de lo intertextual termina por sumirnos en la
inmanencia: la obra termina por cristalizarse, por unificarse, en el acto de un
lector mítico.
Foucault en cambio, nos habla de un sujeto-autor intermitente[6], que
no deja de desaparecer en el acto de escritura, pero ello no anula su
intervención. Por eso, se apresura a aclarar:
…“yo no he dicho que el autor no existía; no
lo he dicho y me sorprende que mi discurso haya podido prestarse a un
contrasentido como ése. Volvamos un poco sobre todo ello.
He hablado de una cierta temática que puede
encontrarse tanto en las obras como en la crítica y que es, si ustedes quieren:
el autor debe borrarse o ser borrado en beneficio de unas formas propias a los
discursos. Entendido esto, la cuestión que me he planteado era ésta: ¿qué es lo
que esta regla de la desaparición del escritor o del autor permite descubrir?
Permite descubrir el juego de la función-autor. Y lo que he
tratado de analizar es precisamente el modo como se ejercía la función-autor,
en lo que se puede llamar la cultura europea a partir del siglo XVII. (…) Definir de qué modo se ejerce esta función, en qué
condiciones, en qué campo, etc. no tiene nada que ver,
ustedes estarán de acuerdo, con decir que el autor no existe.”
En este contexto, tampoco la obra es fácilmente identificable. Se resiste
a conformarse como una unidad.
Pasa a analizar luego, los lugares en los que se emplaza la
función-autor. Menciona cuatro: el nombre de autor, que tiene atributos más
complejos que el nombre propio, en tanto no va del campo del lenguaje hacia un
individuo real, sino que dentro del campo mismo del lenguaje, recorta, delimita
y clasifica unos textos, agrupando ciertos discursos; la relación de
apropiación, que se termina de perfilar legalmente a fines del s. XVIII y
principios del s. XIX, y es problemática; la relación de atribución, que
resulta de operaciones críticas complejas y difíciles de justificar; y
finalmente la posición del autor, en la obra, en los distintos tipos de
discurso y en el campo discursivo.
De todos ellos, el que me parece más interesante es el último, porque
mientras los tres primeros se muestran insuficientes para situar al autor, el
cuarto lo ubica:
Ø
En la distancia que va del escritor real al
narrador, circunstancia que ya mencioné más arriba para la novela que estamos
analizando, cuando señalé que por momentos no es posible saber si habla el
narrador en primera persona (Paloma o Renée, según el caso) o la escritora.
Ø
En un tipo de discurso particular que se define
por su singularidad en contraposición con otros discursos. En las novelas, esto
a veces se define como “el estilo” del escritor.
Ø
En el campo discursivo, en el caso de los
discursos que, cuando son actualizados, afectan directamente a las disciplinas
que nacieron con ellos.
La función-autor, sería entonces para Foucault una especificidad de la
función-sujeto. Una función variable y compleja del discurso, que podría incluso no existir.
Por otra parte, analiza la relación de la escritura con la muerte, como
algo que le es propio. Y ya que estamos, volviendo a la novela que elegí para
tratar estos temas, la muerte es, justamente, una temática explícita presente
en ella. La novela comienza planteando la muerte de una de las protagonistas, y
tiene su desenlace en la muerte de la otra. ¿Qué se despliega entre estas dos
muertes literarias?
Dice Foucault: … “esta relación de
la escritura con la muerte se manifiesta también en la desaparición de los
caracteres individuales del sujeto que escribe; por todos los enredos que
establece entre él y lo que escribe, el sujeto que escribe confunde todos los
signos de su individualidad particular, la marca del escritor no es más que la
singularidad de su ausencia, necesita desempeñar el papel del muerto en el
juego de la escritura”[7]
Y decía Freud: “Si quieres soportar
la vida, prepárate para la muerte”[8]
Entonces, a la pregunta por lo que se despliega entre estas dos muertes
literarias (también terminan, junto con la novela, la labor de escritura de las
dos protagonistas), es posible responder que lo que se desliza entre ellas, es
el deseo. Figurado en la anécdota como el deseo por un hombre, en el caso de
Renée, y el deseo de vivir en el caso de Paloma. Pero también el deseo de
escribir –y desaparecer en ese acto-, en el caso de la escritora.
Bibliografía:
ü
M. Barbery, “La elegancia del erizo”, Editions
Gallimard, 2006 Versión traducida al español de la Ed. Seix Barral S. A.,
2007 – Madrid - España.
ü
Walter
Benjamin, “El autor como productor”, (1934), traducción al español de Taurus Ed.,
Madrid (1975)
ü
R. Barthes, “La
muerte del autor”, Manteia 1968.
ü
Borges, J. L. “La Biblioteca
de Babel” en “Ficciones”, (1944) Buenos Aires, Argentina.
ü
M. Foucault; “Qu'est-ce qu'un auteur?”, Bulletin
de la Société
française de philosophie, año 63, n° 3, julio-setiembre de 1969,
págs 73-104 (société française de philosophie, 22 de febrero de 1969). Traducción al español de S. Mattoni para Ed.
Litoral (1998) Córdoba – Argentina.
ü
S. Freud: “Nuestra
actitud ante la muerte”, (1915) Tomo XIV, pag. 290. Amorrortu Ed.,
Argentina (1986)
[1] Frank Casa, “Velázquez, Calderón y el sitio de Breda”,
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (2012). Edición digital a partir de Estudios de Teatro Español y
Novohispano : Actas del XI Congreso de la Asociación Internacional
de Teatro Español y Novohispano de los Siglos de Oro (septiembre 2003, Buenos
Aires), Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filología y
Literaturas Hispánicas, 2005, pp. 293-301
[2] Arturo Pérez Reverte, “La fiel infantería”, publicado
en http://www.perezreverte.com/articulo/perez-reverte/287/la-fiel-infanteria/
[3] Walter Benjamin, “El autor como productor”, (1934),
traducción al español de Taurus
Ed., Madrid 1975.
[4] W. Benjamin, op. Cit.
[5] Dice R. Barthes: “el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin
psicología; él es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo
todas las huellas que constituyen el escrito”. “La muerte del autor”, Manteia 1968. Fuente:
http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelescriba/n51/articulo-4.html
[6] Dice Foucault: … “la escritura se despliega
como un juego que va infaliblemente más allá de sus reglas, y de este modo
pasa al afuera. En la escritura no hay manifestación o exaltación del gesto de
escribir; no se trata de la sujeción [épinglage]
de
un sujeto en un lenguaje; se trata de la apertura de un espacio en el que el
sujeto que escribe no deja de desaparecer.” M. Foucault; «Qu'est-ce
qu'un auteur?», Bulletin de la
Société française de philosophie, año 63, n° 3,
julio-setiembre de 1969, págs 73-104 (société française de
philosophie, 22 de febrero de 1969). Traducción al español de S. Mattoni para Ed. Litoral (1998) Córdoba –
Argentina.
[7] M. Foucault. Op. Cit.
[8] S. Freud: “Nuestra actitud ante la muerte”,
(1915) Tomo XIV, pag. 290. Amorrortu Ed., Argentina (1986)
----------------
MARCELO VELISONE
Pautas TP Final de Narrativa Universal II
(Europa – Asia)
a) Leer el cuento de Arturo Pérez Reverte La
fiel infantería.
b) ¿De qué modo podés relacionar las ideas
trabajadas por Umberto Eco (Interpretación
e historia, La sobreinterpretación de textos) y Jonathan Culler (En defensa de la sobreinterpretación)
en sus conferencias con el cuento del escritor español?
c) Durante la cursada abordamos la
problemática de la noción de autor desde, por lo menos, tres
perspectivas: Barthes (La muerte del
autor), Foucault (¿Qué es un autor?)
y Benjamin (El autor como productor).
A partir de alguna de estas
presentaciones, desarrollar el tema en función de alguna de las obras literarias trabajadas durante el cuatrimestre. A
su vez, y en caso de considerarlo oportuno o solidario con el análisis, es
aceptable la cita o la justificación mediante algún pasaje de la versión
fílmica inspirada en el texto elegido.
Interpretación y sobreinterpretación
Los tres chanchitos
“¿Qué tienes que decir, cuento infantil de
apariencia inocente, que tratas de tres cerditos y un lobo malvado, sobre la
cultura que te conserva y responde a ti?...” (Booth. 1979)
Al poner sobre la mesa el ejemplo que Wayne
C. Booth utiliza para plantear el problema de la relación autor-texto-lector
(Culler en Eco.1992:133), Jonathan Culler confronta la clasificación de Umberto
Eco (interpretación y sobreinterpretación), con otra que fue propuesta por
Booth, quien optó por el binomio “comprensión-superación”, elogiando esta
mirada por ser menos categórica. La “comprensión” deriva de un proceso de
interrogación que emerge cuando el lector modelo es confrontado con el texto.
Al parecer, la clave consiste en realizar las preguntas correctas, basándonos
en aquellos temas en los que el texto insiste,
con el fin de lograr la reconstrucción de su intencionalidad. La “superación”, en cambio, viene dada por la
formulación de preguntas que el texto no le plantea a su lector modelo (p. 132).
De este modo, Culler, en coincidencia con Booth le otorga un papel más valioso
a este tipo de análisis, evitando la tilde tendenciosa de la
sobreinterpretación de Eco.
Para continuar con el ejemplo, cabe
destacar que los profesores de Educación Tecnológica vienen utilizando el
famoso cuento infantil desde hace muchos años, para trabajar en la Escuela
Primaria los contenidos de las Ideas Básicas del Diseño Curricular 2004 sobre
los referidos: “tipos de materiales” y “construcción de viviendas”. De ese
modo, se pueden relacionar ambos ejes en una misma planificación de clases, de
manera contextualizada y didáctica. Pienso que este es un muy buen ejemplo de
lo que Rorty llama el “uso del texto”, ya que el cuento se utiliza como
herramienta pedagógica para estudiar diversos materiales empleados en la
fabricación de viviendas. Como colación, es oportuno mencionar que muchos
profesores del área, evitamos el relato de “Los tres chanchitos” porque hemos
consensuado en considerarlo poco prudente, dada la población educativa de
nuestras escuelas. Muchos de nuestros alumnos provienen de los pueblos
originarios, y viven o han vivido en casas edificadas con madera, paja y otros
materiales naturales de cada región. En esta lectura, es fácil develar el
tremendo curriculum oculto que se estaría transmitiendo a estos chiquitos, al elogiar
los materiales de los “conquistadores” (cemento y ladrillo), y devaluar
aquellas técnicas y materiales naturales de la américa precolombina. Como
podemos ver, esta segunda lectura es superadora
de la anterior desde todo punto de vista, mientras que el concepto de
“sobreinterpretación” no haría ningún aporte a la cuestión, minimizaría el
problema y permitiría que el curriculum oculto siguiese operando en contra de
la subjetividad de nuestros niños, y en favor de la cultura hegemónica.
La casa de paja
El óleo de Diego Velázquez, llamado “La
rendición de Breda”, le fue encargado al pintor barroco en tiempos de Felipe IV
(1634), para decorar el Salón de
Reinos del Palacio del Buen Retiro, en donde el rey hacía gala de sus
triunfos frente a otros mandatarios extranjeros. Formaba parte de una colección de doce obras
bajo la misma temática: el poderío español, la grandeza del monarca y la
economía floreciente del reino.
Cuando analizamos el contexto histórico a
la luz de los acontecimientos, la casa
de paja se derrumba. Los cuadros fueron encargados por el Conde-duque de Olivares como parte de una estratagema
para ocultar el inevitable declinar de España en el contexto político y
económico global. Para completar el efecto ilusorio, se agregó otra
serie de cuadros sobre el mito griego de Hércules, ya que los reyes españoles
se consideraban descendientes del héroe hijo de Zeus.
Velázquez, si se me permite la
sobreinterpretación, tuvo buenos motivos para no firmar su obra. En el ángulo
inferior derecho de “La rendición de Breda”, sobre un montículo de piedra,
pintó un papel en blanco (…).
Soplaré, soplaré y tu casa derribaré
Pérez Reverte se basó en la obra de Velázquez (La rendición de Breda)
para construir el cuento “La Fiel Infantería”.
El narrador se enuncia a sí mismo como un simple lancero que pertenecía
a la infantería española, cuando el holandés Justino
de Nassau entregó su rendición el 5 de junio de 1625 en manos
del capitán general Ambrosio Spínola Doria. Todo el texto es relatado por
este único narrador, quien aporta datos históricos, geográficos y socioculturales que le otorgan realismo y
una gran crudeza a las pinceladas del óleo. Y es aquí, promediando el relato,
donde el segundo cerdito queda al descubierto. Pérez Reverte no nos deja refugiar
en la cómoda belleza de esta obra pictórica. No nos permite complacernos en el
gesto bondadoso del gallardo caballero español, ni en la galantería impoluta
del noble holandés, descendiente de la casa de Orange. Más allá de los tiempos
y las razones, la fiel infantería seguirá siendo “carne de cañón, de bayoneta,
de trinchera”; los padres humildes recibirán el cadáver de sus queridos hijos,
y la sangre del soldado desconocido regará más campos de batalla, en
incomprensibles guerras que nada representan para los pueblos, más que dolor y
pérdida.
La casa de ladrillos
“Una vez
alcanzada una posición de eminencia, cambió de parecer” (Culler en Eco.
1992:138)
Con esta
cita resumimos una osada observación de Jonathan Culler sobre la posición de
algunos autores vinculados al pragmatismo estadounidense contemporáneo, en su
función de críticos literarios con relación al tema de la interpretación de
textos. Pareciera que Fish y otros, luego de haber construido sus sólidas
teorías, entraron en el hermetismo más descarado y cerraron la puerta (el
cerdito está a salvo). En el análisis de Culler, encontramos también el debate Rorty-Eco
sobre la deconstrucción de textos. Podemos resumir que ambos se aproximan a la
casa de manera diferente. Mientras que el primero sopla y resopla desde afuera,
el segundo sube por la chimenea. Todos sabemos cuál es el resultado. Los
cerditos pícaros han colocado una olla de agua hirviendo en la base del hogar y
el pobre viejo lobo resulta quemado (o tal vez envenenado, dedo negro y lengua
negra).
“Cuando todo el mundo tiene razón, todo el
mundo se equivoca…” (Eco. 1992:172)
La muerte
del autor
Este
concepto comienza a ser esbozado en textos de teoría literaria desde el siglo
XIX. Mallarmé fue uno de los primeros; le siguieron Valéry, Ortega y Gasset y
muchos otros. Posteriormente, los estructuralistas y postestructuralistas
fueron ampliando la idea de que existen varias capas de sujeto enunciador: el
personaje que está hablando, el narrador omnisciente que conoce los
pensamientos de los personajes y la persona física que escribió el texto (el
autor). Barthes señala que es posible, a su vez, desdoblar al autor en dos
categorías. La persona física, con sus gustos personales, sensibilidad, etc. y
el autor como “profesional”, que mantiene ciertos rasgos reconocibles que lo
identifican: un corpus de pensamiento, estilo, nivel de lenguaje, género/s
literario/s, posición filosófica y política, palabras favoritas, temas que le
obsesionan, tipo de personajes, estilos de narradores, forma de escribir los
diálogos, etc. Todos estos rasgos emergen de los textos, permiten rastrear la
obra de un autor y catalogarlo en varios sentidos. Pero ¿qué relación existe
entre este autor que se muestra y la persona real que empuña la pluma? En
primer lugar, como en toda profesión, la encarnadura y la envestidura son dos
cosas diferentes. Un juez, un policía, un maestro, deben representar el rol que
la sociedad espera de ellos, por la envestidura que la propia sociedad les ha
otorgado mediante el contrato social. Pero no todas las personas logran el
mismo nivel de encarnadura, esto es, producir en quienes los observan, la
subjetividad deseada. Volviendo a Barthes, encontramos que la idea de “Autor”
aparece tras el medioevo y se va consolidando a la par del positivismo. En una
etapa temprana y durante mucho tiempo se asociaba en un mismo packaging al autor como productor de
obras literarias con el autor-escritor-individuo humano con sus gustos,
pasiones, vicios, su historia de vida, relaciones personales, sus aciertos y fracasos,
su enfermedad, su muerte. Aún hoy, advierte Barthes, no podemos leer a
Baudelaire sin pensar en su decadencia como hombre; asociamos a Van Ghogh con
su locura, a Tchaikovsky con su vicio…
Posturas
más actuales, han ido elevando la categoría “lector” y diluyendo el concepto de
“autor”. Ambos se relacionan mediante el constructo “lector modelo”, es decir,
una idea general del destinatario medio
al cual la obra literaria va dirigida.
Akutagawa (autor)
Comenzaremos
por enfocarnos en Akutagawa, quien es considerado el escritor más brillante de
la generación neorrealista japonesa. Inicialmente se inscribe en la corriente
ideológica de la revista Shinshichõ publicada por la Universidad de Tokio.
Sus obras
recorren poesía, cuentos, ensayos y crítica, pero es como cuentista que su
nombre adquiere mayor trascendencia, por su estilo parcialmente disruptivo de
la tradición literaria japonesa, sin renegar totalmente del kaiku. Tampoco se
dejó encandilar por los nuevos estilos occidentales hasta el punto de perder su
identidad cultural; solamente recogió algunas tonalidades de la literatura
inglesa, alemana, francesa y rusa que les aportan mayor dinamismo a sus relatos
y credibilidad a sus personajes; como resultado, los escritos gozan de ironía,
desacartonamiento, asombro y modernidad.
Ryunosuke Akutagawa (humano)
(Tokio, 1892-1927).
Hombre de compleja personalidad. Criado bajo una tradición cultural estricta
por un tío materno, a partir del año de edad, cuando su madre sufrío un grave
trastorno psicológico y no pudo hacerse cargo. Ryunosuke mostró un temprano
interés en las letras. Fue un estudiante brillante y por ello tuvo acceso a la
universidad de Tokio. Llegó a doctorarse en 1916, con una tesis sobre Willam Morris.
Luego se casó (1918) y consiguió trabajo en el Mainichi Shimbun, un periódico
local que lo envió como corresponsal a Corea y China.
En varias
oportunidades, confesó temerle al fantasma de la locura. Pasó por varios
estados de neurosis y desequilibrios psíquicos hasta sufrir un colapso nervioso
en 1926. Mentalmente atormentado, sus nervios afectaron poco a poco su salud.
Sin embargo, no fue eso lo que acabó con su vida. A sus 35 años, se suicidó el
24 de Junio de 1927 con una sobredosis de pastillas. En su famosa Carta a cierto viejo amigo, explica de
modo tranquilo y claro sus ideas acerca de la muerte. También justifica su
decisión final diciendo:
“El mundo en el que
estoy ahora es uno de enfermedades nerviosas, lúcido y frío…” (Akutagawa. 1927)
Rashomon (obra)
Intentaremos analizar el cuento Rashomon (1915) para desarrollar la
problemática de la noción de autor. El relato se enmarca en la ciudad de Kyöto,
luego de que varios cataclismos la consumieran y la población que aún resistía,
sobrevivía a duras penas en medio de una completa desolación. El narrador es
externo y nos relata las acciones de los dos únicos personajes del cuento
(dejemos de lado al grillo, los zorros y los cadáveres). La característica
relevante está en los sentimientos y sensaciones que experimenta el sirviente.
Sus impetuosos cambios de humor son inducidos desde dos fuentes. La primera, es
interna: su propia mente, sus pensamientos confrontados, atormentados con su
nueva realidad, ya que el samurái lo ha despedido luego de muchos años de
servicio. Este hombre, solitario, bajo la lluvia, en medio de una ciudad en
ruinas donde la subsistencia del día de mañana no está garantizada, se está
debatiendo entre convertirse en ladrón (abandonando todos sus principios y su
esencia misma), o entregarse dócilmente en brazos de la muerte (opción tan
noble como cobarde al mismo tiempo).
Cuando el sirviente decide subir a la torre y advierte lo que está
haciendo la vieja, sus sentimientos pasaron de la curiosidad al horror, al
asco, al miedo y al odio. Es allí cuando decide actuar, saltando con su catana
sobre la vieja. La mujer solamente podía experimentar espanto, asombro, terror
y angustia, al ver que su vida estaba a milímetros del filo del acero. El
sirviente, consciente de ello, obtuvo satisfacción, orgullo; sentimientos de
victoria que hacía tiempo no experimentaba.
Cuando la vieja dio su explicación, el sirviente sintió decepción y
nuevamente odio y repugnancia, acompañados
por un frío desprecio. Este torbellino de sentimientos, finalmente lo
devuelven a su realidad y le otorgan el coraje para tomar una decisión. Ya no
admite la posibilidad de dejarse morir de hambre; la supervivencia del más
fuerte es el argumento que triunfa y, en definitiva, la única moral que
prevalece es la del que sobrevive.
El (no) análisis
Ahora que hemos leído la obra y conocido la vida del escritor, sería fácil
establecer relaciones concomitantes entre estos datos, pensamientos, sentimientos.
De hecho, la mayoría de sus críticos no soportaron la tentación de hacerlo. Cuando
Rashomón fue escrito, Ryunosuke Akutagawa se
encontraba en su último año de universidad. Sin embargo, a pesar de sus éxitos,
fue un hombre cuya existencia estuvo marcada por el temor al futuro, sus
sentimientos contradictorios acerca del sentido de la vida, la falta de sosiego
ante el devenir de los acontecimientos y el horror a su pasado que amenazaba
con alcanzarlo y arrastrarlo, también a él, al foso de la locura…
Queda a criterio de cada uno, suponer lo
que quiera y preguntarse para cada obra, para cada autor, cuál es el límite
entre la creatividad y la autobiografía, las obsesiones propias y los temas de
moda.
Conclusiones
En resumen, lo que Barthes propone es una nueva manera de encarar la
crítica literaria. Analizar la obra desde su estructura interna, en lugar de
abordarla desde la noción que tenemos del autor. Emprender una investigación
previa de la vida y obra del autor- persona y el autor-personaje público para capturar
su subjetividad, motivaciones, inclinación política y filosófica, y aplicar
dichas categorías al texto, no asegura según Barthes garantía alguna de lograr
la conquista; la aprehensión de la verdadera intención de la obra es una
empresa vacía.
“Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de
palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo
(pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples
dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras,
ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas
provenientes de los mil focos de la cultura.” (Barthes. 1968: p. 3)
El lector no es ese lector modelo
que menciona Eco. Tampoco es un individuo en particular. Mientras que el autor es,
tan solo, aquel que escribe. Su tarea concluye con el parto (es más, el
autor-dios debería morir en el parto); sus hijos (sus obras) ya no son su
responsabilidad; debe dejarlos ir.
La propuesta de Barthes queda sintetizada de manera brillante en el
final del texto:
“…para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al
mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor.” (Barthes.
1968: 5)
Así, despojándonos de todo peso (referencias del autor y recomendaciones
del crítico), propongo asumir nuestra función lectora de manera más natural,
acorde a nuestra personalidad. Según se aborde la lectura, el disfrute de la
obra puede venir desde vertientes diferentes: por el lado del “uso del texto”
como proponen los críticos más pragmáticos (comprensión), o por el análisis
estructural, producto de una lectura analítica (estructuralistas y
postestructuralistas). Como tercer opción, y sin
temor a convertirnos en ese lector
paranoico del que nos advierte Humberto Eco, sino como lectores libres,
podemos aplicar las categorías de Wayne C. Booth, realizando las preguntas superadoras para descubrir
otras lecturas posibles.
Bibliografía
Akutagawa. Rashomon y otros cuentos. Centro editor de américa latina. Buenos
Aires . 1970.
Booth,
Wayne. Critical Understanding: The Powers
and Limits of Pluralism. University of Chicago
Press. Chicago. 1979.
Eco, Humberto. Interpretación y sobreinterpretación. THE PRESS SYNDICATE OF THE UNIVERSITY OF CAMBRIDGE .
The Pitt Building , Trumpington Street , Cambridge ,
United Kingdom .
1992.
Los tres chanchitos. Cuento disponible
en:
Reverte Perez, Arturo. La fiel infantería. Disponible en:
Barthes, Roland. La muerte del autor. Traducción: C. Fernández Medrano.
Disponible en:
Anexo
Los tres
chanchitos (Los tres cerditos)
En
el medio del bosque vivían tres chanchitos. El más grande se encargaba de
buscar la comida y cuidar a sus dos hermanos menores, quienes lo único que
hacían era jugar entre los árboles y con los demás animalitos.
Un
día llegó al bosque un lobo feroz, y en cuanto vio a tres chanchitos gorditos
(porque estaban muy bien alimentados) empezó a planificar como atraparlos para
comérselos.
El chanchito mayor que adivinó las intenciones del lobo, reunió a sus hermanos y los mandó a que cada uno se construyera una casa para protegerse.
El chanchito más pequeño que era el más vago de los tres, sólo pensaba en jugar y la sola idea de trabajar lo ponía de mal humor. Así que construyó una casa con pajas para hacerla rápido.
El chanchito del medio al ver a su hermano jugando, apuró su trabajo e hizo su casa con unas maderas.
En cambio el mayor, trabajó todo el día en una casa de piedras para que fuera más resistente.
Días más tarde, mientras los tres jugaban en el bosque, escucharon unos ruidos extraños y vieron unos arbustos moverse. Los chanchitos menores no le dieron importancia y siguieron en lo suyo, pero el mayor que era más precavido, se acercó a los arbustos y pudo ver la nariz del lobo asomándose por uno de ellos. Corrió tan rápido como sus pequeñas patas le permitían, y con la respiración entrecortada gritó:
- El lobo, el lobo –
Cada uno de los chanchitos entró en su casa con mucho pero mucho miedo.
El lobo fue hacia la casa de paja, y el chanchito que estaba dentro se escondió temblando y rogando que no le pase nada.
- Soplaré, soplaré y tu casa derribaré - gritó el lobo, sopló y las pajas se desparramaron por el bosque.
El chanchito totalmente indefenso corrió a la casa de su hermano. Y de nuevo escucharon:
- Soplaré, soplaré y tu casa derribaré - y el lobo sopló, sopló y no pasó nada, tomó más aire y sopló tan fuerte que las maderas cayeron unas encima de otras. Los chanchitos salieron de entre las maderas y se encontraron con la cara del lobo hambriento; reunieron coraje y corrieron a refugiarse con el hermano mayor.
El lobo se encaminó hacia allí. Pero como esta casa estaba construida con material más fuerte, el lobo soplaba y soplaba y no pasaba nada. Al darse cuenta de que no podía derribarla se enfureció, buscó un tronco y subió a la chimenea.
Mientras tanto, los chanchitos guiados por el mayor, quien intuía la idea del lobo, llenaron una olla de agua hirviendo y la colocaron debajo de la chimenea de forma tal que, cuando el lobo bajo por ella, cayó dentro de la olla.
Los aullidos del lobo al quemarse la cola fueron escuchados en todo el bosque. Durante años los chanchitos menores contaron las hazañas de su hermano mayor para echar al lobo, quien muy frustrado, nunca más volvió a molestar a los chanchitos.
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